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Antes de cumplir doce años, mi papá, quien fue docente, se hizo socio del club de profesores de la Universidad Nacional. Allí asistí a mis primeras clases de tenis.
Rondaba mis 14 cuando un sábado, a las siete de la mañana, llegó un señor de unos 40 años. Me llamó la atención su hiperactividad, pues, a la par de mis amigos, dedicaba unas siete horas al tenis, dos al squash y otras tres a los bolos. Fue así como Humberto Zambrano y sus cuatro hijos se metieron en el corazón de quienes esporádicamente íbamos a hacer deporte.
Ya en 1989, mientras las bombas y los atentados eran pan de cada día en Bogotá, a las afueras de la ciudad pasábamos los sábados y los domingos enteros jugando tenis, fútbol, baloncesto o bolos guiados por Humberto Zambrano. Incluso durante las vacaciones, todos los días, religiosamente, nos recogía casa por casa a las 7 de la mañana en su vieja camioneta Renault 18 verde, en la que, no sé cómo, cabíamos unos doce adolescentes, cada uno más insoportable que el otro. Era la misma camioneta en la que lo vi por última vez hace poco menos de un año. A las nueve de la noche, después de trabajar, nos recogía y nos repartía de vuelta ante la gratitud inmensa de nuestros padres.
Gracias a Humberto Zambrano, unas 17 personas crecimos alrededor de los valores del deporte, alejados de la realidad de una ciudad que por esos días vivía la época más violenta de su historia. Una ciudad en la que la sana vida de barrio ya era imposible y los seguros conjuntos cerrados aún no existían. A punta de deporte aprendimos a ser disciplinados, solidarios, constantes, respetuosos, a amar lo que se hace, porque sin pasión no hay gracia. Aprendimos a competir teniendo claro que la victoria no es tan buena ni la derrota tan mala, conocimos el valor de la amistad. Pasaron los años y sólo uno de nosotros terminó siendo deportista de alto rendimiento, pero esa escala de valores aprendida en aquellos días es la guía de nuestras vidas. No sé si somos los mejores en lo que hacemos, pero estoy seguro de que somos buenas personas y eso ya es bastante en este mundo.
Dos décadas han pasado. Hasta hace poco, entrado en sus sesenta, Humberto Zambrano continuaba con su rutina polideportiva de los fines de semana, que incluía la enseñanza del tenis y los bolos a los niños, y en general a quien lo necesitara. Una enfermedad de esas que uno no entiende por qué tienen que sufrir las buenas personas se lo llevó, pero Humberto Zambrano será nuestro héroe para toda la eternidad.
