Hace unos días fui invitado a una charla futbolera con un grupo de niños en un colegio de Bogotá. La mayoría se declararon hinchas del Barcelona, Real Madrid, Chelsea, Atlético de Madrid o Bayern Munich. Todos adoran a Falcao y sienten como propia a la Selección Colombia, pero muy pocos hablaron del nuestra liga. Un par de ellos dijeron que les gusta Millonarios y alguno más dijo lo mismo de Nacional y Santa Fe. Pero el campeonato nacional les es tan ajeno como lo era el fútbol internacional para mi generación cuando éramos niños de once años.
Eran otros tiempos. A comienzos de la década del ochenta había que esperar al viernes para poder ver un partido de la Bundesliga, relatado magistralmente por Andrés Salcedo en el canal 11. Después, los sábados muy temprano, emitían un compacto de una hora con lo mejor de algún partido de Brasil, el Cosmos de Nueva York o algún otro de Colombia que se hubiera jugado en la semana. El programa se llamaba “Fútbol, el mejor espectáculo del mundo”.
De manera que el fútbol internacional en la televisión brillaba por su ausencia mientras el colombiano, si bien no se veía a través de la caja mágica, salvo en las finales, inundaba la radio, los periódicos y los noticieros de televisión. Los niños jugábamos a ser Iguarán o la estrella de turno de nuestros equipos, de los cuales nos habíamos enamorado tras una tarde mágica en el estadio en medio de un plan familiar. Los lunes jugábamos a imitar la acción de gol de nuestro equipo amado, así no lo hubiéramos visto, así nada más tuviéramos la imagen que nos imaginamos gracias al relator de la radio. El primer amor, el único amor de elección propia que resulta ser eterno, el amor por un equipo de fútbol, era el resultado de la cercanía con el mismo.
Es verdad que el nivel del fútbol europeo, al alcance de todos por la televisión, le pone la vara muy arriba al fútbol colombiano a la hora de competir por la búsqueda de adeptos. Los niños ya no quieren ser Mayer Candelo ni Omar Pérez; todos se piden a Messi en los partidos de colegio. Pero también es cierto que los organizadores de nuestro torneo poco hacen para fortalecer su mayor activo, la cercanía de los equipos con su gente. Ir al estadio debería ser todo un plan familiar. Salvo en Bogotá, Medellín y Barranquilla, a los directivos poco les importa que sus equipos representen a las ciudades, y para colmo de males los partidos de Europa están al alcance de todos.