La película Invictus relata la manera como Mandela se valió de los valores que propone el deporte para convertir a la selección de rugby de Sudáfrica en una causa nacional, como símbolo de unión. Eran tiempos sensibles en materia de reconciliación por cuenta de la terminación del apartheid.
En la película, Morgan Freeman, interpretando a Nelson Mandela, le entregó un fragmento del poema titulado Invictus, de William Ernest Henley, al capitán del equipo, Francois Pienaar, antes de la Copa del Mundo, argumentando que esas letras, que a él le sirvieron como inspiración en los momentos más difíciles durante los veintisiete años que pasó en prisión en Robben Island, también podrían servir de aliento al equipo para cambiar una historia que, en lo deportivo, terminó con la obtención del campeonato del mundo de ese deporte de 1995, celebrado en Sudáfrica. Vale la pena recordar que un año antes de ese torneo nadie daba un peso por la obtención del título. El poema decía al final: “no importa cuan estrecho sea el camino ni cuan cargada de castigos la sentencia, soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma”. Interesantes palabras para una cinematográfica historia que debía mostrar de una manera simple y contundente lo sucedido.
Pero en la vida real, Mandela le entregó a Pienaar el texto del discurso pronunciado por Theodore Roosevelt, titulado The man in the arena, en la Sorbona en abril de 1910. El texto sorprende más que el anterior, en tiempos en que los críticos en los medios, redes sociales y las calles suelen juzgar a los demás a la ligera. A continuación reseño el fragmento más famoso de este discurso.
“No es el crítico quien cuenta; ni aquellos que señalan como el hombre fuerte se tambalea, o en qué ocasiones el autor de los hechos podría haberlo hecho mejor. El reconocimiento pertenece realmente al hombre que está en la arena, con el rostro desfigurado por el polvo, sudor y sangre; al que se esfuerza valientemente, yerra y da un traspié tras otro pues no hay esfuerzo sin error o fallo; a aquel que realmente se empeña en lograr su cometido; quien conoce grandes entusiasmos, grandes devociones; quien se consagra a una causa digna; quien en el mejor de los casos encuentra al final el triunfo inherente al logro grandioso; y que en el peor de los casos, si fracasa, al menos caerá con la frente bien en alto, de manera que su lugar jamás estará entre aquellas almas frías y tímidas que no conocen ni la victoria ni el fracaso”.
Que el legado de Mandela, vinculado a las cosas buenas del deporte, sirva para que esas almas frías que no conocen la victoria ni el fracaso, que no dudan en calificar de papelón el desempeño de quien no obtiene los resultados esperados, sirva para que entiendan que cuando se hace todo por lograr una meta, no se admite la palabra fracaso.