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El nuevo formato del Mundial de Clubes ya dejó sus primeras lecciones. La más evidente: la distancia entre los equipos europeos y los suramericanos no solo se mantiene, sino que se amplía. No se trata de romanticismos ni de “con garra se puede”. Es una cuestión estructural. Las potencias del Viejo Continente cuentan con plantillas más largas, preparadores físicos de élite, presupuestos imposibles y una frecuencia de competencia de altísimo nivel.
Ahora bien, hay que hacer una salvedad: los clubes brasileños Fluminense, Flamengo, Palmeiras y Botafogo no son representantes del fútbol suramericano tradicional. En todo caso, son una especie de híbrido: suramericanos con presupuesto europeo. Por algo los cuatro clasificaron a octavos. Sus plantillas están llenas de figuras, sus entrenadores cobran como en Europa y, sobre todo, sus instituciones tienen orden administrativo y estructura. El resto de Suramérica —con dolor hay que decirlo— compite desde muy atrás, y eso se nota en la cancha.
En cuanto a la asistencia a los estadios, el balance es decente, sin ser apoteósico. El público estadounidense ha respondido mejor de lo que algunos esperaban, pero también queda claro que la pasión desbordada no es lo suyo. Van, aplauden, se asombran con una gambeta o un golazo, pero no viven el partido como en Buenos Aires, Río o Estambul. Les gusta el show. Les gusta el evento. Y si hay estrellas, mejor. ¿Quién gane? Eso es secundario. En parte, también porque muchos no tienen un vínculo emocional con los clubes.
Y aquí viene lo más importante: este torneo es, en el fondo, un ensayo general para el Mundial 2026. Y hasta ahora, Estados Unidos cumple. La logística, impecable. El acceso a los estadios, sin mayores líos. La tecnología, de punta. La cobertura mediática, a la altura. Todo ordenado, todo controlado, todo funcionando. Si el fútbol fuera solo organización, ya tendríamos campeón.
Pero el fútbol también es alma, tensión, caos, tribuna, identidad. Y ahí es donde Estados Unidos todavía tiene que aprender. Lo están intentando, y de a poco lo logran: hay academias, hay inversión, hay ligas juveniles, y la MLS ya exporta jugadores. Pero no es lo mismo. No todavía.
El Mundial de Clubes no es perfecto, y mucho menos popular, pero puede ser una herramienta valiosa para nivelar. Si FIFA logra que los clubes europeos se lo tomen en serio, si los suramericanos se reorganizan y si los países sede entienden que esto no es solo vender entradas, podríamos estar frente a una plataforma interesante.
Por ahora, la diferencia entre unos y otros sigue siendo abismal. Pero que nadie se engañe: esa diferencia no está en los pies, sino en los escritorios.
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