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El lunes pasado se supo oficialmente que la Superintendencia de Industria y Comercio abrió investigación contra 16 clubes del fútbol colombiano y la Dimayor para “establecer si estos agentes habrían limitado la libre competencia en el mercado de los derechos deportivos de los jugadores del fútbol colombiano”.
Unos días después la SIC publicó las pruebas sobre las que se basó para abrir dicha investigación. Decenas de chats y correos enviados entre directivos de clubes de fútbol en los que se pedía no contratar jugadores por usar su derecho de no renovar su contrato de trabajo, en lo que entre ellos denominaron un “pacto de caballeros”.
Es llamativo que la SIC se hubiera demorado tanto tiempo en abrir una investigación sobre esta “cartelización” del fútbol, pues los vetos son de toda la vida en el fútbol; pero, bueno, más vale tarde que nunca.
Pero es más llamativo que el viernes, en reunión extraordinaria de clubes de la Dimayor, el presidente de la institución hubiera sido desestimado con vehemencia al sugerir buscar un diálogo con Acolfutpro, la asociación que agremia a los jugadores, reconocida por la FIFA a través de Fifpro, pero ninguneada en Colombia. Los implicados insisten en que su república independiente tiene leyes propias. Lo peor es que tienen razón, porque siempre se salen con la suya.
En Italia, España y Francia se sentaron en una mesa de diálogo los clubes y los jugadores para establecer un pacto colectivo, después del cual ha reinado la paz entre las partes, pero ese maltrato a la materia prima de su negocio, los futbolistas, evidencia lo arcaica que es la estructura de nuestro fútbol. Mientras tanto el Ministerio de Trabajo se hace el de la vista gorda ante la negativa de los dirigentes para negociar dicho pacto.
En caso de ser hallados culpables, la SIC podría imponer sanciones hasta por $2.000 millones, pero lo más probable es que la “familia del fútbol” mueva sus hilos de poder para que no pase nada, como siempre. Entre tanto, nuestro deporte se seguirá moviendo en la delgada línea que divide lo legal de lo ilegal sin que el progreso sea un objetivo siquiera secundario.
