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En cuidados intensivos. Así califican los más tremendistas el estado en el que han quedado nuestras relaciones con Estados Unidos luego de la crisis de la semana pasada. Otros, en un tono más mesurado, hablan de secuelas que deben ser sanadas prontamente para que retorne la normalidad bilateral. Pero lo que resulta inocultable, con el pasar de los días, es que este vértigo en el que se encuentra la relación con Estados Unidos no es exclusivo de Colombia, sino que también cobija a América Latina y al mundo democrático.
La ráfaga de decisiones y anuncios en estos primeros días de la segunda administración Trump augura turbulencias. La criminalización de la migración y su duro tratamiento; las tasas arancelarias impuestas a México, Canadá y China, así como a productos de otros países; el reclamo airado sobre el canal de Panamá; el rebautizo del golfo de México como “golfo de América”; la amenaza de recluir a treinta mil migrantes en Guantánamo; la suspensión de la cooperación internacional a través de su agencia USAID en todo el mundo, salvo para Israel y Siria; y el retiro de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud y del Acuerdo de París constituyen desafíos que ya generan reacciones en todo el mundo y que podrían abrir paso a la reconfiguración del orden global.
Para Colombia, la situación tiene circunstancias adicionales. Nuestra relación con Estados Unidos tiene en la pérdida de Panamá, a comienzos del siglo XX, una especie de “trauma de nacimiento”. Antes de esta herida, Colombia era un destino de inversión europea por la expectativa que un paso interoceánico despertaba. Sin embargo, tras el desprendimiento promovido por Estados Unidos de este pedazo de nuestro territorio, con la consecuente construcción del canal, las élites colombianas decidieron negociar una indemnización que dio paso a la regularización de una dependencia en nuestras relaciones con Norteamérica. “Réspice polum” o la estrategia de mirar a la “estrella polar del norte”, ideada por Marco Fidel Suárez —canciller entre 1914 y 1917 y luego presidente de la República entre 1918 y 1921—, constituyó el corazón de nuestra política exterior y el tipo de relación con Estados Unidos hasta nuestros días.
Por ello, las élites políticas y económicas en ambos países no están habituadas a reacciones como la del presidente Petro en el reciente impasse. Pero la firmeza en la defensa del interés y la soberanía nacional requiere unidad interna, cautela y estrategia en nuestra diplomacia. Nuestras exportaciones, cuyo principal destino es Estados Unidos, deben ser protegidas, al tiempo que se sustituyen importaciones y se consolidan nuevos mercados en América Latina, Europa y Asia. La cooperación entre ambos países resulta inevitable para enfrentar el problema global del narcotráfico, consolidar la seguridad y la paz en la región y atender adecuadamente fenómenos tan complejos como el del tapón del Darién.
Este desafiante momento para nuestras relaciones internacionales exige un tratamiento de Estado. Quizás acudir de manera inmediata y permanente a la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores —creada en el artículo 225 de la Constitución Nacional y reglamentada por la Ley 68 de 1993—, en donde tienen asiento todos los expresidentes de la República, los excancilleres y los representantes del Congreso, con la posibilidad de convocar a los gremios empresariales y a expertos en la materia, puede ser útil para encarar esta coyuntura unidos, sin tremendismos ni mezquindades políticas.
