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A diferencia de la primera Cumbre de las Américas de Miami en 1994, en la que Estados Unidos celebraba su “momento unipolar” después de finalizarse la Guerra Fría, y América Latina y el Caribe (ALC) vivían el frenesí de la democracia y la integración regional, el contexto general que rodea la de Los Ángeles no podría ser más distinto. Aunque sea una nota al pie, la controversia en torno a la exclusión de Cuba, Nicaragua y Venezuela, la inasistencia de varios mandatorios, sobre todo AMLO, y las críticas de otros más resumen bastante bien la coyuntura.
Por más que el gobierno Biden haya querido reparar el daño hecho a las relaciones con buena parte de la región por Trump, ALC no ha estado entre sus prioridades y la guerra en Ucrania la ha alejado aún más de su radar. A su vez, de la misma forma que la oposición republicana ha sido un obstáculo para avanzar en la agenda doméstica, también ha estorbado algunos de los planes de la Casa Blanca en política exterior. Por ejemplo, en el manejo de países sensibles como Cuba, Nicaragua y Venezuela, por no mencionar a Colombia, Biden ha sido rehén de la extrema derecha latina en el Congreso y del senador Robert Menéndez, demócrata solo en nombre, quien preside el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, sobre todo ahora que se acercan las elecciones legislativas de noviembre. De ahí la decisión torpe de centrar la Cumbre en las credenciales democráticas de los asistentes y no en los desafíos que enfrenta el hemisferio, lo cual ilustra que la tentativa de retornar a estrategias menos ideologizadas y más pragmáticas no se ha concretado.
Aunado a lo anterior, el desinterés y la inacción de Estados Unidos contrasta con la creciente presencia de China. Además de sobrepasar al país del norte como primer socio comercial y de inversión de varios latinoamericanos, unos 20 se han unido, junto con otros 120 de todos los continentes del mundo, a la nueva Ruta de la seda (Belt and Road Initiative), un megaproyecto de infraestructura, conectividad y cooperación global.
La contracara de esto es que en América Latina hay grados palpables de desintegración, fragmentación e inercia. Al tiempo que las instituciones formales e informales existentes se han vuelto inoperantes para atender los problemas de la región y del hemisferio, en el caso de la OEA, tampoco se perfilan liderazgos claros para promover y jalonar la cooperación, como se observó durante la pandemia. Así, el denominador común de distintos informes recientes sobre las relaciones latinoamericanas y hemisféricas es la preocupación por su fragilidad, justo en momentos en los que asuntos como la des-democratización, la corrupción, el estancamiento económico, el aumento de la desigualdad, la inseguridad alimenticia, el cambio climático y la crisis migratoria, exigen renovar y robustecer los mecanismos de concertación y colaboración.
Independientemente de los discursos y de los asistentes, la languidez de esta Cumbre, y en general de las interacciones al interior de ALC y del hemisferio occidental, permite asegurar que cualquier resultado quedará corto frente a los retos sociales, económicos, políticos, ambientales y de seguridad que enfrentamos. Una razón mayúscula para pensar en estrategias viables y efectivas de acción conjunta entre las sociedades y los estados en nuestra región.
