Más allá del debate generado por la no asistencia de Colombia al voto de la OEA sobre la situación en Nicaragua, el episodio refuerza la necesidad de (re)pensar las formas en las que los gobiernos de América Latina y el Caribe responden a distintos problemas de preocupación compartida que se presentan en el continente. La crisis de la democracia nicaragüense, palpable desde la represión estatal del estallido social de 2018, se ha agudizado de forma innegable en el último año. Además de la adopción de leyes que constriñen la libertad de expresión y la participación política, el gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha cancelado la personería jurídica de más de 200 ONG, cerrado medios, intervenido universidades, encarcelado sin garantías a 180 líderes y hostigado a miembros de la Iglesia católica.
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Pese al apoyo de 27 países miembros a la resolución condenatoria del Consejo Permanente y la insistencia de representantes como el de Chile en la necesidad de restaurar el imperio de los derechos humanos, no faltó la abstención de Bolivia, El Salvador, Honduras y México con base en la premisa de no intervenir en los asuntos internos de Nicaragua. De esta forma y por más que la soberanía y la no intervención hayan sido pilares centrales del orden internacional y en el contexto específico de las Américas, un blindaje importante contra el intervencionismo estadounidense, también impiden la acción decisiva frente al desconocimiento de derechos fundamentales de las personas.
Con el fin de la guerra fría, ese paradigma westfaliano sufrió una redefinición al plantearse la necesidad de un mayor involucramiento internacional en la defensa de la paz y la seguridad al interior de los países. Entre otros mecanismos, la responsabilidad de proteger (R2P) reconoce el deber de los estados miembros de la ONU de prevenir crímenes relacionados con los derechos humanos y de responder a estos con diversas medidas, incluyendo el uso de la fuerza. Ante el justificado temor de que doctrinas como esta facilitaran nuevas formas de intervención de los estados poderosos, a inicios de siglo la Unión Africana (UA) acuñó el concepto de la no indiferencia para orientar sus propias respuestas a las crisis humanitarias del continente. Más allá de la necesidad práctica de atender colectivamente los retos de la seguridad humana, la no indiferencia se desarrolló como un ethos panafricano basado en la necesidad de ser solidarios ante el sufrimiento de cualquier vecino.
De forma análoga, durante el gobierno de Lula en Brasil la búsqueda de protagonismo regional y global hizo matizar el apego irrestricto a la no intervención que había caracterizado la política exterior de ese país. En su lugar, se adoptaron las ideas de no indiferencia y solidaridad activa para justificar distintas labores brasileras en el mundo, incluyendo la misión de paz de la ONU en Haití. Como horizonte normativo, estos principios no solo justifican la acción conjunta frente a violaciones de derechos humanos, sino que deberían orientar el combate de otros asuntos de seguridad humana (y no humana), como el hambre, pobreza, desigualdad, violencia y cambio climático. Convertir a Colombia en potencia mundial de la vida exige no menos que el desarrollo de una estrategia diplomática similar.