Desbordados

Arlene B. Tickner
29 de agosto de 2018 - 03:00 a. m.

Desde Colombia, Ecuador y Chile, que han recibido números inimaginables de venezolanos desde 2015, hasta las pequeñas islas caribeñas, en donde la llegada de unos pocos miles satura las capacidades gubernamentales, América Latina y el Caribe (ALC) están experimentando uno de los mayores movimientos migratorios —si no el más grande— en la historia. Por mejor intencionados que sean algunos de los mecanismos adoptados en la región para atender a los migrantes y brindarles servicios básicos, como hospedaje, salud, educación y trabajo, la magnitud de los flujos —que según la ONU asciende a unos 2,3 millones— desborda las capacidades de cualquier país.

El éxodo venezolano está poniendo a prueba no solo la tradición de solidaridad y hospitalidad que ha caracterizado a ALC frente a fenómenos como el desplazamiento forzoso, la violencia y hasta la migración económica, sino su compromiso con la Declaración de Cartagena sobre los Refugiados de 1984, que acoge criterios más generosos que la Convención de la ONU de 1951 sobre las condiciones que determinan quién es un refugiado. En cambio, la deportación, la militarización de las fronteras, la terminación de permisos especiales de residencia, la exigencia de documentación imposible de presentar (como el pasaporte) y las reacciones xenofóbicas de distintas sociedades están aumentando.

Aunque la crisis llama a gritos a la acción multilateral y el acompañamiento internacional, estos han sido tibios hasta ahora. La OEA constituye el espacio obvio para abordarla, pero la situación humanitaria que enfrenta el hemisferio está tan entrelazada con el contexto político interno de Venezuela que lograr consensos dentro del organismo ha sido imposible. En el caso específico de Colombia, país llamado a liderar una respuesta colectiva, difícilmente el nuevo embajador, Alejandro Ordóñez, es la persona idónea para hacerlo. De igual manera, nuestro retiro formal de Unasur la elimina como foro posible para deliberar sobre el problema.

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Entre la comunidad internacional, y en especial en la Unión Europea y Estados Unidos, no se observa el mismo grado de movilización ni apoyo a ALC del que ha existido frente a otras crisis migratorias, como las de Siria o el Mediterráneo. Tampoco sus respuestas ante aquellas, caracterizadas por medidas de cierre (y no apertura) frente a los migrantes (con pocas excepciones, como Alemania), ofrecen modelos dignos de ser replicados. Y pese a que organismos como ACNUR y OIM de la ONU están colaborando con los países latinoamericanos y caribeños en el diseño de herramientas comprehensivas para atender la migración a gran escala, los presupuestos designados aún no dan abasto.

Hay motivos para pensar que en lugar de estabilizarse o disminuir, la salida de venezolanos seguirá creciendo. Además de la dimensión humanitaria, que debe primar en cualquier respuesta coordinada que se diseñe en América Latina y el Caribe, la construcción de consensos regionales y mundiales —un imperativo urgente— depende también de dar a entender que se trata de una crisis con visos de seguridad humana y ciudadana, dado el riesgo que plantea de desestabilización económica, política y social, y de epidemias de enfermedades como difteria, tuberculosis y VIH. Desgraciadamente, ante la falta de líderes y de instituciones regionales funcionales, es de esperar que sigan predominando la inercia, el desinterés, las medidas ad hoc y la descoordinación.

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