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Aunque el espectro del autoritarismo, el populismo y el extremismo pende sobre el mundo desde hace rato, hoy existen señales inequívocas de que la democracia está muriendo. Durante los últimos años, según distintos organismos dedicados a rastrearla globalmente, la tendencia a la autocracia aumenta, mientras que disminuye la de la democratización, números crecientes de gobernantes elegidos popularmente acuden a tácticas antidemocráticas, el cuestionamiento de la integridad de las elecciones se ha vuelto costumbre y se registran retrocesos notorios en países representativos de Europa, en las democracias más grandes de Brasil, India y Estados Unidos, y en regiones enteras como América Latina. Se trata de un proceso paulatino que se ha acelerado durante la pandemia, en el que la separación de poderes se ha diluido, las instituciones se han debilitado, la libertad de prensa y de expresión se ha restringido, y los rivales políticos se han comenzado a tratar como enemigos, con la consecuente normalización de la amenaza y el uso de la violencia. En lugar de ser un hecho extraordinario, el ataque al Capitolio en Washington D. C., a inicios de 2021, presagia actos desafiantes que hace poco tiempo habrían sido inimaginables.
Aunado a lo anterior, se observa una crisis de los valores liberales que subyacen la democracia, así como el orden mundial como tal. Ese marco normativo que se consolidó con el fin de la Guerra Fría ha hecho agua. De forma ascendente distintas comunidades alrededor del globo reclaman que sus pilares centrales, entre ellos la apertura económica, el gobierno representativo, los derechos humanos universales y la solución multilateral de los problemas globales compartidos, no han dado los frutos esperados de buena vida, equidad e igualdad de oportunidades. Todo lo contrario, queda la sensación de que la globalización (neo)liberal ha condenado a las mayorías mundiales a la desigualdad, el destierro y la explotación.
Dentro de este contexto distintos actores radicales, tanto de derecha como de izquierda, vienen manifestando su rechazo de la democracia liberal y del (neo)liberalismo como formas idóneas de organización política, social y económica. No obstante, el extremismo que enarbolan algunos constituye un arma de doble filo toda vez que, al promover la polarización y el miedo, los discursos de odio y la adopción de esquemas antagónicos de amigo/enemigo como antídotos, invita al reemplazo de la democracia con formas autoritarias de gobierno.
Si bien la magnitud de la crisis de la democracia hace difícil pensar que la simple reforma pueda rescatarla, ello no significa que no sea digna de defender. Para ello se han desarrollado propuestas teóricas alternativas a la liberal, como la democracia deliberativa, consensual, discursiva, disputatoria, contestaria y agnóstica que coinciden en la reivindicación de esta forma de relacionamiento sociopolítico en función del derecho de todo miembro de la comunidad a tener derechos, comenzando por los de la participación y el control. Tal vez el reto central consiste en visibilizar y reconocer lo que significa “democracia” para diversos grupos sociales a partir de sus experiencias vividas y visiones de mundos diferentes, comenzando por aquellos que rara vez han sido tenidos en cuenta. Se trata no menos de reinventar la democracia con miras a recuperar su vigencia como forma más deseable de organizar nuestra convivencia.
