El 4 de febrero, en el marco simbólico de la apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín – que Estados Unidos y otros 9 países boicotearon – Xi Jinping y Vladimir Putin emitieron una histórica declaración sobre la nueva era de las relaciones internacionales, sus principios constitutivos y la alianza estratégica entre China y Rusia. Además de resaltar los cambios que el mundo está experimentando, en especial la redistribución del poder, la aparición de la multipolaridad y la transformación de la gobernanza global, los mandatarios recriminaron las políticas unilaterales e intervencionistas (en clara referencia a Estados Unidos), hicieron un llamado al entendimiento mutuo, la paz y el desarrollo sostenible, detallaron su cooperación “sin límites”, y reivindicaron la democracia, los derechos humanos y la justicia en sus múltiples expresiones no occidentales, incluyendo las propias.
A pocas semanas de producirse este frontal cuestionamiento chino-ruso de la visión Occidental del orden mundial, Putin tomó la decisión de invadir a Ucrania. Desde entonces, Pekín ha manejado un complejo balanceo consistente en la ambivalencia. Al tiempo que ha defendido la soberanía e integridad territorial ucranianas y la necesidad de diálogo, se ha negado a llamar la acción de Rusia una “invasión” y ha reconocido como legítimas sus preocupaciones de seguridad en relación con la OTAN. Si bien sus abstenciones en las resoluciones condenatorias adoptadas por el Consejo de Seguridad y la Asamblea General de la ONU han buscado mantener dicha “neutralidad”, la misma evolución de la crisis ha puesto a prueba esta estrategia.
La integración de la economía china a las de Occidente, así como el hecho de ser socio comercial importante no solo de Rusia sino de Ucrania, han comenzado a poner de relieve los costos asociados a la cercanía con Putin. En reflejo de ello, en una reunión sostenida entre oficiales de los gobiernos de Estados Unidos y China, Washington manifestó su preocupación por los vínculos entre Pekín y Moscú y advirtió que habría consecuencias de constatarse que Xi está ayudando a Putin a evadir o contrarrestar las sanciones internacionales que se han impuesto.
Igual de importante, Xi ha estado observando la evolución de la operación rusa en Ucrania con miras a una posible acción en Taiwán, que China ni siquiera considera un Estado independiente. Hasta ahora, la fuerte reacción mundial en combinación con la resistencia de la población ucraniana y la prolongación de los enfrentamientos están enviando señales fuertes de que no sería nada fácil tomarse a Taiwán sin represalias y costos enormes. Aunado a ello, la imagen que China ha buscado consolidar ante el mundo como poder “benevolente”, que incluye la defensa de algunas normas, como la soberanía, la no intervención, la multipolaridad y la paz, corre riesgo de afectarse negativamente de mantener su ambigüedad ante la invasión.
Hasta ahora, Xi Jinping ha intentado lo imposible: preservar su relación especial con Rusia y, en simultánea, resguardar los principios centrales de la política exterior china, preservar la imagen china y evitar dañar del todo las relaciones con Estados Unidos y Europa. Sin embargo, se trata de un equilibrio incómodo e insostenible en el tiempo, razón por la cual Pekín se verá obligado a seguir recalibrando sus posiciones al ritmo de los hechos.