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La intensificación de la globalización y la conectividad mundial, la proliferación de conflictos y violencias locales y eventos climáticos extremos, y la agudización de la pobreza y la desigualdad han incentivado el alza sostenida de los flujos migratorios, los cuales se han triplicado desde 1960. De ahí que no debe sorprender la creciente utilización estratégica de la migración por parte de los Estados en función de distintos objetivos económicos, políticos, sociales, reputacionales y hasta militares. Entre los que se observan más comúnmente en la política internacional, caben destacar la búsqueda de concesiones de diversa índole de Estados o regiones receptores, la generación de inestabilidad dentro de los países adversarios y el apalancamiento de los migrantes para obtener asistencia extranjera o mejorar la imagen propia.
En el caso específico de Bielorrusia, el desconocimiento de la reelección fraudulenta de Aleksandr Lukashenko, en 2020, y la aplicación de sanciones por parte de la Unión Europea a raíz de la represión de la oposición y la violación de derechos humanos han suscitado amenazas de retaliación que incluyen cortar el flujo de gas natural desde Rusia, dejar de combatir el narcotráfico y dar tránsito libre a quienes emigran de Medio Oriente y norte de África. En línea con ello, el gobierno ha hecho campaña activa para promover a Bielorrusia como el punto óptimo de entrada a Europa occidental, facilitar la llegada de migrantes y custodiarlos a las fronteras con Lituania, Latvia y Polonia, en cuyo límite terrestre se concentran miles de migrantes. Hasta ahora, la reacción polaca ha consistido en redoblar la protección de la frontera, negarse a procesar a las personas que han llegado como posibles refugiados y limitar el acceso de médicos y periodistas a la zona.
Por más condenable que sea la estrategia de Bielorrusia, no deja de ser paradójica la reacción europea ante esta “instrumentalización de los migrantes para fines políticos”, toda vez que la Unión Europea ha adoptado tácticas comparables con miras a cerrar sus fronteras ante aquellas poblaciones migratorias que estima indeseables. Además de financiar a otros Estados (no democráticos) como Turquía, Sudán y Libia para que impidan su llegada —algo similar a lo que ocurre con la subcontratación estadounidense a México para que contenga a los migrantes en su frontera norte—, la negativa a ofrecer servicios de rescate y la devolución de barcos antes de que lleguen a zonas costeras europeas se han vuelto costumbre. Como resultado, podría afirmarse que Europa también ha sido cómplice de la violación de los derechos de refugiados y migrantes reconocidos en la normativa internacional.
Más allá de las metas puntuales de Lukashenko —forzar el retiro de sanciones, obligar la aceptación de su gobierno o generar una crisis humanitaria en las zonas fronterizas que afecte la reputación de la Unión Europea— y el probable involucramiento de Putin —entre cuyos propósitos manifiestos está la desestabilización política y qué mejor que con el controversial tema migratorio—, se trata de una tendencia alarmante que se ha ido normalizando globalmente. Además de reforzar la idea de la migración como amenaza a la seguridad, reafirma la objetivación de los migrantes que, en lugar de ser vistos y protegidos como seres humanos, se han ido convirtiendo en simples peones del ajedrez mundial.
