Se ha vuelto común decir que la dinastía Ortega-Murillo constituye una nueva etapa del somocismo, conocido por el autoritarismo.
Si aún quedaba duda sobre la intención real de Daniel Ortega (y Rosario Murillo) de acceder a elecciones transparentes en Nicaragua, el arresto de trece opositores de alto perfil, entre ellos cuatro precandidatos presidenciales y varios antiguos compañeros de lucha contra la dictadura de Somoza, ha destapado su determinación de aferrarse al poder a como dé lugar. Mediante la ley “guillotina”, aprobada por la Asamblea Nacional a finales de 2020, busca desmembrar a la oposición y apartarla de todo cargo electo por supuestos actos que menoscaben la independencia, la soberanía y la autodeterminación, entre ellos la incitación a la injerencia extranjera y el terrorismo.
Desde que Ortega asumió la presidencia de nuevo, en 2007, luego de haber perdido a Violeta de Chamorro, en 1990, el país ha experimentado un proceso metódico de desdemocratización consistente en el desmonte de todo control institucional sobre el Ejecutivo, la discriminación política, la restricción de la libertad de expresión y prensa, el retorno al nepotismo y el aumento de la represión. En ese tiempo, los arreglos de convivencia tejidos con la clase política tradicional, las grandes empresas y el capital extranjero y, hasta la erupción de la protesta social en 2018, la Iglesia católica han permitido amortiguar distintos frentes de crítica.
El punto de no retorno vino con las manifestaciones masivas de 2018, que fueron brutalmente reprimidas y cobraron la vida de más de 300 personas, provocando un éxodo a Costa Rica que asciende a unos 100.000 nicaragüenses. Si bien el gobierno accedió a una visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el mecanismo de seguimiento que este estableció terminó siendo rechazado. A su vez, las negociaciones realizadas con sectores de la oposición, mediadas por la conferencia episcopal, también fracasaron ante la continuación de la violencia policial y la negativa de Ortega a comprometerse con la redemocratización. A partir de entonces la CIDH, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU y varias ONG han documentado el progresivo deterioro del Estado de derecho.
Se ha vuelto común decir que la dinastía Ortega-Murillo constituye una nueva etapa del somocismo, pues, al igual que la familia Somoza, su gobierno se ha destacado por el autoritarismo, el clientelismo, la corrupción, el culto a la personalidad, la represión, la protección de los intereses de las élites, el conservatismo social y la ausencia de políticas redistributivas. Todo lo contrario de los ideales loables de la revolución sandinista. De ahí que tanto el respaldo abierto como el silencio de la mayoría de representantes de la izquierda en América Latina sea tan desconcertante. No se puede esperar mucho de la OEA, que aún si aplicase la carta democrática y suspendiera a Nicaragua poco lograría en términos de forzar elecciones libres. Las sanciones de Estados Unidos tampoco son suficientes por sí solas y, de hecho, pueden ser contraproducentes como sugiere su aplicación en Venezuela y Cuba. Además, al igual que en el caso venezolano, la acorralada oposición carece de cohesión y liderazgo, dificultando la acción unificada dentro y fuera del país. Por desgracia, ante la ausencia de una estrategia múltiple y coordinada para defender la democracia en Nicaragua, el régimen seguirá ignorando las presiones y críticas, y reforzará su dictadura familiar sin tapujos.