Pese a no ser nada nuevo, la Copa Mundial de Fútbol ha agitado el debate sobre el “lavado deportivo”, práctica a la que acuden cada vez más gobiernos cuestionados o estigmatizados por alguna conducta considerada inapropiada para rehabilitar su imagen internacional. Si bien el vínculo entre el deporte y la política siempre ha sido estrecho, en tiempos recientes el uso de la diplomacia cultural para ese fin ha adquirido un rol inusitado dentro de las estrategias de algunos, incluyendo Arabia Saudita, China, Emiratos Árabes y Catar. La falta de tradición futbolística e instalaciones idóneas de este último, de la mano de la violación de los derechos humanos, la tutela masculina de las mujeres, la criminalización de las relaciones entre personas del mismo sexo y la explotación de trabajadores inmigrantes pesaron menos que los petrodólares a la hora de escogerlo como sede.
Como han denunciado distintas ONG de derechos humanos, como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, los estatutos de la FIFA prohíben discriminaciones como las que existen en el país anfitrión del Mundial. Por más que se trate en el papel de un ente privado, es la segunda organización internacional más grande del mundo después de Naciones Unidas, con un músculo económico y simbólico, por el atractivo del fútbol y un reconocimiento por parte de los Estados, dada la asociación de los equipos con sus respectivas naciones, que se traducen en grados innegables de influencia mundial. Como muestra de ello, en 2016 la FIFA adoptó los principios rectores de la ONU sobre las empresas y los derechos humanos que exigen aprobar una política de compromiso con los derechos humanos, identificar y mitigar los riesgos existentes y contar con mecanismos de reclamación.
En contravía de la tentativa formal de ser garante de “buenas prácticas”, lLa costumbre de hacer negocios con regímenes autoritarios, no solo en el fútbol, en el que las monarquías del golfo son dueñas de varios equipos europeos, sino en el automovilismo viene en alza. Aunque deportistas, federaciones y empresas se escudan en la cuestionable idea de que los derechos humanos pertenecen al ámbito de la “política” y no del “deporte”, en la práctica se convierten en cómplices de distintas formas de abuso, sobre todo porque sus endosos ayudan a normalizar a aquellos actores estatales que los cometen. Además de elogiar el año pasado la “gran evolución” de Catar, en sus palabras de apertura el presidente de la FIFA dio a entender que allá no pasaba nada distinto a “diferencias culturales” que Occidente debía respetar, discurso parecido al de muchas autocracias.
Queda por verse cómo distintos públicos se acomodan o confrontan las restricciones a la libertad de expresión que el gobierno de Catar y la misma FIFA le han impuesto a este Mundial. Ojalá el acto de protesta silenciosa realizado por los equipos británico e iraní, que se arrodillaron y se negaron a cantar el propio himno nacional, respectivamente, en solidaridad con la comunidad LGBTI y las mujeres, tenga un efecto multiplicador. El deporte nunca es solo deporte, sino también la confirmación del compromiso con ciertos valores, entre los que la equidad, el respeto, la justicia y la tolerancia deben estar en el centro.
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