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A casi 60 años de la Crisis de los Misiles, que puso el mundo al borde de una confrontación nuclear, el conflicto entre Rusia y Occidente en torno a Ucrania plantea inquietudes similares acerca de los riesgos de una tercera guerra mundial. Sin saber aún cuál será el desenlace de este crítico episodio, la inamovilidad que ha caracterizado las posiciones de las partes, así como las estrategias de disuasión adoptadas por ellas – en especial la movilización de tropas y de fuerza naval y aérea en la zona – aumenta la probabilidad de errores de cálculo y de escalamiento por más que se trabaje en simultánea en la búsqueda de alguna salida diplomática.
Tanto Putin como buena parte de la población rusa consideran que la expansión de la OTAN hacia Europa del Este y Eurasia plantea una amenaza existencial además de una negación humillante del lugar histórico de Rusia en el mundo como gran potencia. De ahí que Putin ha exigido una garantía explícita de que el organismo deje de admitir nuevos miembros como Ucrania (y Georgia) y cese su actividad militar en las exrepúblicas soviéticas. Estados Unidos y la OTAN han rechazado este ultimátum como una intromisión inaceptable, negando de paso las preocupaciones de seguridad rusas al verse poco a poco cercada por Occidente. Hasta que no se sorteen alternativas de solución que ofrezcan a ambos lados la posibilidad de desescalar las tensiones sin perder credibilidad doméstica e internacional, es difícil imaginar cómo superar el impase descrito.
Aunque la actual crisis se resuelva satisfactoriamente, plantea –como la de los Misiles en su momento– la aterradora posibilidad de que los mecanismos diseñados para evitar cualquier enfrentamiento violento entre potencias nucleares como Estados Unidos y Rusia puedan fallar. En general, el manejo del riesgo de aniquilación masiva creado por las armas nucleares sigue reflejando las mismas premisas contradictorias de la guerra fría: por un lado, ante la destrucción mutua asegurada, ningún actor “racional” estaría dispuesto a escalar un conflicto hasta el punto de tener que usar dicho armamento; y por el otro, para que la disuasión surta efecto, debe haber –pese a lo anterior– una amenaza creíble de que el uso de armas nucleares no está descartado. De ahí las insinuaciones de Putin sobre el espectro de la guerra nuclear.
Dada la estrecha integración que se observa hoy en los planes bélicos de países como Estados Unidos y Rusia entre el arsenal nuclear y no nuclear, y los instrumentos militares y no militares, como los ciberataques, los caminos al escalamiento se han multiplicado. En el caso específico de Ucrania, el grado existente de tensión e incertidumbre hace que cualquier provocación intencional o accidental pueda causar un deterioro rápido de la situación que es difícil de frenar. Así, si algo nos debe enseñar esta coyuntura, es que las armas nucleares no tienen razón de ser en las sociedades que se consideran “racionales” y “civilizados” y que mientras existan, no hay alternativa viable distinta a la diplomacia.
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