La elección de Lula, además de un alivio para la maltrecha democracia brasilera, ha llevado a especulaciones sobre el renacer del progresismo latinoamericano. Con Brasil sumarán once los países de la región con mandatarios que se identifican como de izquierda y seis de los más grandes. Sin embargo, el optimismo que ha suscitado la derrota de la derecha en las urnas debe sopesarse frente a la coyuntura dramáticamente distinta en la que los gobiernos actuales deben operar en comparación con la “ola rosada” de inicios del siglo 21, así como las diferencias significativas que existen entre ellos.
Como ha ocurrido en otras elecciones recientes en la región, la de Brasil tuvo lugar en medio de una profunda polarización política y arrojó un ganador con estrecho margen de votos. Ello se sumó a la necesidad (en este caso de Lula) de construir una coalición amplia con otros grupos políticos adversos a Bolsonaro para poder vencer y, luego, legislar, a niveles altos de desasosiego social, a niveles crecientes de violencia y a unas condiciones económicas y fiscales que constriñen la posibilidad de efectuar aquellas reformas que demanda la ciudadanía, todo lo cual se traduce en retos mayúscula de gobernabilidad.
Aunado a contextos internos similarmente adversos que copan la atención de los mandatarios “progresistas” y por ende pueden obrar en contravía de la cooperación regional, las divergencias entre ellos pueden ser mayores que las semejanzas. Más allá de sus niveles variables de compromiso con la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos, sus posturas frente a los derechos de las mujeres y de la comunidad LGBTQ, en lo que los presidentes de México, Nicaragua, Perú y Venezuela son de un conservatismo cultural marcado; los asuntos étnicos, la migración, el medioambiente y las drogas ilícitas, entre otros, varían considerablemente.
Si bien los líderes de la ola rosada tenían una visión común sobre la importancia de la integración latinoamericana para potenciar la autonomía de la región y para atender los problemas compartidos, algunas de las mismas instituciones creadas para ello, como el ALBA, la Unasur y la Celac, se han disuelto o se han quedado cortas a la hora de producir los resultados esperados. En medio de la crisis del multilateralismo tampoco es claro cuáles presidentes ejercen suficiente liderazgo para reactivar y jalonar un nuevo regionalismo progresista. Si bien ese rol fue jugado magistralmente por Lula en el pasado, no es claro que el que se volvió a elegir sea el mismo de antes. Por su parte, AMLO no muestra interés, Boric no da muestras de poderlo hacer y es aún pronto para saber si Petro lo logra.
Empero, la fuerte conciencia ambiental de algunos gobernantes, comenzando por el chileno, el colombiano y próximamente, el brasilero, ofrecen una plataforma estratégica desde la cual ejercer protagonismo en América Latina, así como en los debates internacionales sobre calentamiento global, siendo los derechos sociales étnicos, de las mujeres y de las minorías sexuales otra área de posible trabajo entre esta triada. En medio del momento crítico que vive la región y el mundo, tal vez los liderazgos colectivos en torno a temas puntuales y prioritarios puedan configurar una nueva pero distinta ola progresista.
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