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Mientras se debate sobre los responsables, los errores y las razones tras el fracaso de la guerra en Afganistán, y se rasgan las vestiduras sobre las posibles implicaciones de esta derrota anunciada para la credibilidad y el liderazgo de Estados Unidos, el fin de la ocupación ha opacado la magnitud de la tragedia humanitaria que ella deja.
Pese a la evacuación relámpago de alrededor de 123,000 civiles, incluyendo afganos y ciudadanos de terceros países el número de quienes no pudieron salir y que corren riesgo por su colaboración con las fuerzas extranjeras, su participación en proyectos financiados con asistencia internacional, sus roles en el gobierno, el ejército, la policía y los medios, su activismo político o sus prácticas religiosas es incalculable. Si no más se estima que unos 250,000 afganos estuvieron afiliados directamente con la misión estadounidense, ¿cuántas personas en total quedarán ahora a merced de la revancha talibana?
Y esto, triste como suena es tan solo la punta del iceberg. El hecho es que los casi USD 2,000,000,000,000 invertidos a lo largo de dos décadas no tienen prácticamente nada que mostrar en términos de desarrollo humano. Quienes se atreven todavía a defender la ocupación argumentan que esta resultó en un aumento en el acceso a la educación, tanto para niños como niñas, una reducción en los altísimos niveles de analfabetismo, la disminución de las tasas existentes de mortalidad materna e infantil y mejorías en el suministro de electricidad (pero no de otros servicios básicos).
Empero, las mejorías en algunas pocas métricas -tal vez exceptuando el relativo empoderamiento femenino- no compensan el desolador panorama general que caracteriza a Afganistán. El número total de desplazados internos, en su gran mayoría mujeres y niños, equivale a 3.5 millones. De estos más de 570,000 se produjeron tan solo en lo que va de 2021 en medio de la retoma territorial de los talibanes. Por su parte, los desplazados externos suman a 5 millones. En medio de la publicidad otorgada a aquellos gobiernos que han ofrecido recibir a puñados de los afganos evacuados -entre ellos el de Colombia- se pierde de vista que son Paquistán e Irán los que concentran el 90% de esta inmensa población de refugiados.
Afganistán también se encuentra entre los tres primeros del mundo con mayor número de personas en estado de inseguridad alimenticia de emergencia, equivalentes a 38 millones o un tercio de la población. Si bien la inyección de dineros extranjeros tuvo un efecto positivo pero pasajero sobre el crecimiento económico, el país sigue teniendo una las peores tasas de pobreza, la cual se ha agravado en años recientes. Como si la prolongada guerra, la violencia, la corrupción, la falta de Estado y la pandemia no fueran suficientes, el cambio climático ha generado estragos propios, consistentes principalmente en la afectación del acceso al agua y la destrucción de cosechas agrícolas a causa de las sequias.
Mirando hacia adelante y anticipando el agravamiento casi asegurado de la situación, el único gesto decente que podrían tener Estados Unidos y otros miembros de la comunidad internacional ante la vergüenza humanitaria descrita sería tragarse los reparos frente a legitimidad del gobierno de facto, sentarse con los talibanes y buscar cómo garantizar unos mínimos de protección y bienestar para la población afgana.
