“Siento que estoy hablando con un corresponsal en Bogotá”, dijo aterrado el periodista Jake Tapper, de CNN, al escuchar lo que le describía el reportero de esa cadena situado en medio del ataque de los seguidores de Trump al Capitolio el pasado 6 de enero. Su sorpresa, sin duda, era genuina. La imagen de cientos de personas tratando de impedir por la fuerza la decisión del Congreso de reconocer el triunfo del ganador de las elecciones presidenciales era algo que probablemente, en su mente, solo podía ocurrir en algunos países latinoamericanos, africanos o asiáticos, nunca en el mismo centro del poder de Washington.
Desde hace algún tiempo, en América Latina también estamos presenciando algunos comportamientos y prácticas dañinas que caracterizan a amplios grupos de Estados Unidos.
En Colombia y otros países, por ejemplo, ya se observa la extensión de dos males asociados especialmente a la extrema derecha norteamericana: la posverdad y la difusión de las teorías de la conspiración. Como consideran que no hay una verdad objetiva, los grupos extremistas fabrican la suya, a la medida de sus odios, sesgos y conveniencias. Y, como un subproducto, se tejen complicadas historias de intrigas y maquinaciones, sin ningún sustento ni base fáctica, en las que aparecen malvados personajes, casi siempre relacionados con sus enemigos políticos, que se aprovechan o les hacen daño a las mayorías. Todo esto se multiplica a través de tendencias en las redes sociales, fabricadas artificialmente por medio de bots y bodegas que sirven a los intereses de ciertos jefes políticos interesados en la división y el odio.
Como complemento a estos hechos, los grupos fanatizados tienen medios de comunicación propios, orientados a mantener y avivar sus odios y paranoias, que cimentan y difunden mentiras y fábulas de conspiraciones. Aunque en Colombia no hemos tenido todavía nada parecido a FOX, ya existen algunos blogs, medios digitales y furiosas jaurías de tuiteros fletados que, en lugar de noticias y opiniones independientes, se dedican a vomitar insultos, calumnias, teorías y rencores de grupos de izquierda y de derecha.
Por otra parte, desde Washington, en los años de Trump se impulsó un populismo rampante, un mal que por algún tiempo distinguió a América Latina. Bolsonaro y AMLO replicaron algunos de los comportamientos más visibles del magnate y expresaron simpatía y respaldo a sus políticas y actitudes. De esta forma, se ha importado a varios países de la región, en versiones de derecha y de izquierda, la práctica favorita de Trump de dividir, insultar, enfrentar a los norteamericanos y señalar a sus opositores como enemigos del pueblo.
Otra manera de interpretar estos hechos consiste en que, con su ejemplo y a través de las plataformas digitales, Estados Unidos está exportando al resto del mundo la profunda crisis de sus instituciones políticas, un fenómeno que está afectando a numerosos países, entre ellos los latinoamericanos, que penosamente han tratado, por décadas, de construir procesos democráticos.
Cabe la esperanza de que con el triunfo de Biden y las correcciones que ha anunciado a los desvíos de Trump se produzca alguna regeneración de la democracia en Estados Unidos y que cese la dañina difusión por todo el mundo de los discursos y prácticas extremistas que se impulsaron desde su gobierno.