El controvertido político conservador de Reino Unido Enoch Powell pronunció una frase que con el tiempo se ha convertido en una especie de principio: “Toda carrera política termina en el fracaso”.
Si examinamos las trayectorias de varios gobernantes de Colombia, esta máxima parece tener sustento. Basta recordar el lamento de Bolívar: “He arado en el mar y he sembrado en el viento”; la fuga apresurada del general Reyes por el puerto de Santa Marta; los intentos frustrados de reelección de varios presidentes liberales, y, más recientemente, la extinción de la estrella de Álvaro Uribe.
La máxima de Powell nos sugiere que, por más exitosos que hayan sido en el ejercicio del poder, muchos políticos no se retiran a tiempo, en el punto más alto, y prolongan sus carreras más allá de lo razonable. Se someten, entonces, a una penosa declinación, a un alejamiento creciente de sus electores y antiguos admiradores; se desconectan de las nuevas generaciones y al final, ya sin prestigio, sufren golpes y a veces dolorosas humillaciones.
Powell planteaba que los políticos pueden evitar el fracaso si se retiran en el cénit de sus carreras. Pero como es difícil que quienes gozan de la fama, la adulación y el éxito entiendan que de allí en adelante viene la decadencia, por el contrario, tratan de prolongar su trayectoria e incluso alcanzar alturas mayores. Al hacerlo, no hacen más que acelerar la inevitable caída.
Son pocos los que se van a tiempo. En América Latina recordamos a José de San Martín, el presidente de Venezuela Rómulo Betancourt y Patricio Aylwin en Chile. En Colombia han sido pocos quienes han comprendido que sus mejores días quedaron atrás y que deben dejarles el campo abierto a los demás.
Hay un corolario al principio de Powell: el martirio, que corta de tajo una carrera en ascenso, puede asegurar la fama imperecedera y un lugar definitivo en la mente de sus seguidores. El magnicidio impide el inevitable desgaste, los fracasos y tantas circunstancias amargas que rodean la declinación política. El asesinato de Kennedy, por ejemplo, le evitó el previsible impacto del caos de Vietnam, el avance de sus enfermedades y la revelación de su desordenada vida privada. De igual manera, se puede especular que el 9 de abril frustró la presidencia de un gran líder que, después del punto más alto de su obra transformadora, seguramente iba a sufrir los reveses, las traiciones y limitaciones que usualmente acompañan a quienes alcanzan las cimas del poder.
Sin embargo, Powell no mencionó que varios políticos se sumen en el fracaso incluso sin haber alcanzado antes cierto éxito notable. Algunos, al poco tiempo de haber llegado al poder, caen en barrena a causa de algún escándalo o de tempranos errores garrafales que hacen que sus gobiernos se conviertan en horribles pesadillas tanto para ellos como para sus gobernados.
El principio de Powell tiene otra grave limitación. Su concepción del éxito y el fracaso se limita a examinar la popularidad de los líderes y el caprichoso respaldo de las masas. Hay figuras políticas que, después de haber padecido un triste ocaso, solo con el paso del tiempo reciben un justo reconocimiento por sus perdurables obras de gobierno. No es difícil hallar varios ejemplos semejantes en algunos de los grandes reformadores de la vida colombiana.