El paro armado ordenado por el Clan del Golfo inmovilizó durante varios días a más de 80 municipios de 11 departamentos y afectó a importantes ciudades de la costa Caribe. Y el Eln también impone, a discreción, paros armados en Arauca, Norte de Santander, el Chocó, Putumayo y otros lugares. Cientos de miles de personas viven bajo el terror y la intimidación de brutales grupos criminales.
Las fuerzas militares poco o nada pueden hacer para que los ciudadanos puedan gozar de libertad, trabajar, estudiar y salir a las calles sin temor por sus vidas y sus bienes. Como siempre, el Estado colombiano no controla una parte del territorio, hoy bajo el dominio efectivo de bandas criminales y ejércitos irregulares.
Sin discursos políticos ni ideologías, estos y otros grupos ilegales se nutren y fortalecen con el negocio de la cocaína (y la minería ilegal y el contrabando), una actividad que ha venido creciendo en forma exponencial en los últimos años. La cifra más preocupante no es que ya haya más de 200.000 hectáreas sembradas de coca, sino que la producción y exportación del alcaloide supera las 1.000 toneladas por año. Colombia sigue siendo, de lejos, el primer productor de cocaína del mundo.
Los violentos conflictos entre estos grupos por imponer su dominio sobre el negocio de la droga han hecho que, año tras año, aumenten los asesinatos y otros delitos. La tasa de homicidios por 100.000 habitantes llegó a 28,8 en 2021, la más alta en siete años, y, al paso que va, este año seguirá subiendo. Las masacres son cada vez más frecuentes y decenas de miles de personas son desplazadas cada año: según la ONU, esos movimientos crecieron un 179 % en 2021 y afectan especialmente a la zona del Pacífico.
En pocas palabras, Colombia padece desde hace varios años de un sostenido incremento de la violencia. Las cifras confirman que, infortunadamente, fue efímera la ilusión de la paz creada por las negociaciones con las Farc, cuyas agresivas disidencias han vuelto al narcotráfico y a las armas, al lado de otros grupos que han tomado el lugar de los desmovilizados.
Lo peor es que no existen propuestas realistas para enfrentar el problema. Se oyen, como posibles soluciones, los llamados a una negociación con el Eln o, vagamente, a erradicar a las mafias. Otros insisten en la necesidad de completar el proceso de paz. Sin embargo, ninguna de estas iniciativas garantiza que se pueda deshacer el boyante negocio de la coca, el motor de los conflictos, ni desarmar a los grupos violentos que se nutren de él.
En el ambiente de hoy, además, son políticamente incorrectas las propuestas de hacer más eficaces las operaciones de las fuerzas armadas o insistir, en el escenario internacional, en buscar nuevos mecanismos para hacer efectiva la responsabilidad compartida en el tráfico de drogas.
El agudo crecimiento de la violencia es uno de los más graves problemas del país. Y es infortunado que, salvo por declaraciones gaseosas, su solución no hace parte del discurso de ninguno de los candidatos a la presidencia. Es posible que, como en otras ocasiones en la vida colombiana, este problema tenga que empeorar mucho antes de que se den las condiciones para que se encuentren soluciones para hacerle frente.
Hoy, como en los últimos 50 años, la violencia sigue impulsada por el narcotráfico. Y no hay todavía ninguna luz al final del túnel.