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Crédito y popularidad

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Armando Montenegro
30 de noviembre de 2008 - 03:00 a. m.
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“ESTÁ ENDEUDADO, POBRE Y SIN TRAbajo…”. Casi sin excepción, la descripción de las personas agobiadas por las dificultades incluye la categoría de “endeudado”.

Aun así, una de las obsesiones de las políticas oficiales recientes consiste en promover que la gente pobre se endeude masiva y aceleradamente. No hay acto sabatino en que no se hable o se entreguen créditos a los pobres.

Algunos funcionarios predican que los pobres hagan lo que ellos mismos no están dispuestos a hacer con sus propias finanzas; lo que no les aconsejarían a sus hijos y amigos.

Una cosa distinta es buscar que los pobres ahorren y que, cuando se les presenten oportunidades de realizar proyectos productivos, tengan acceso rápido al microcrédito —en entidades profesionales y serias, alejadas de la presión política—, de acuerdo con su capacidad empresarial, tal como lo muestran las experiencias exitosas en esta materia en distintas partes del mundo.

El uso político del crédito popular lleva a que éste se utilice como un sinónimo de subsidio o de transferencia caprichosa. El Ministerio de Agricultura, por ejemplo, anuncia créditos blandos y abundantes en tiempos de sequía, de invierno, de altos y bajos precios, de luna llena y cuarto menguante. No se trata de que los créditos se paguen o de que mejoren las condiciones de los beneficiarios. La idea es que los políticos queden bien. Por eso la Caja Agraria se quebró, una y otra vez, durante décadas. Por eso se quebraron todos los bancos públicos. Por eso los bancos privados temen que los funcionarios públicos orienten sus balances.

En materia política, dicen los que saben, los créditos tienen una gran ventaja. Con ellos, los candidatos pueden hacer dos elecciones. La primera, ofreciendo los préstamos, abundantes y baratos. La segunda, más adelante, exigiendo, indignados, su condonación. Que paguen otros.

Los peores instintos políticos en materia de crédito se han recrudecido con la crisis de las pirámides. Se anuncian, una vez más, créditos abundantes para los afectados por la quiebra de esos negocios (no ha faltado, como siempre, una línea especial para los pequeños agricultores defraudados por DMG y DRFE). ¿Podrá una persona quebrada, sin patrimonio, tomar en forma responsable un crédito? ¿Tendrá la capacidad de pago para servir su obligación? ¿Se trata de ayudar a la gente o de restaurar la menguada popularidad del que ofrece los créditos?

Esto no es todo. Para darle gusto a la tribuna, de manera apresurada se obliga a los bancos a que ofrezcan cuentas sin costo a los desplazados e indigentes. Se olvida el Gobierno que a esas personas seguramente les faltará la plata para abrir sus cuentas. ¿El Gobierno les dará ese dinero? ¿Será que el Gobierno cree que con esta medida puede recuperar su popularidad en Mocoa, Popayán o Pasto?

En estas materias, lo más curioso ocurrió con las prenderías y retroventas. Sin que mediara ninguna evidencia de que estos negocios hubieran estado relacionados con las pirámides, el Gobierno, de repente, decidió criminalizarlas. Preso de concepciones medievales sobre la usura, liquidó un mecanismo centenario de movilización de recursos. Se creó así otra fuente de resentimiento entre personas de los estratos bajos. Me atrevería a apostar que pronto los compensará ofreciéndoles créditos baratos y obligando a los bancos a abrirles cuentas a todos los afectados.

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