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Leonardo Padura, un extraordinario cronista de la vida de su país, resumió bien la situación de la Cuba de hoy: “Para toda una generación de cubanos, la promesa de un futuro mejor se ha traducido en un presente de miseria”. Las cifras sustentan sus palabras en forma dramática: casi el 90 % de sus habitantes sufre de pobreza absoluta; siete de cada 10 cubanos no tienen tres comidas al día; los mendigos y pordioseros pululan en las calles.
Los apagones bloquean la producción y la vida de los cubanos con desesperante frecuencia. En La Habana no hay luz durante 16 horas al día; en Santiago, 20 horas. Siete de las 20 plantas térmicas están paradas por falta de repuestos y mantenimiento y, debido a la carencia de divisas para importar combustible, las restantes no pueden operar durante gran parte del tiempo.
La salud, alguna vez motivo de orgullo de la revolución, permanece en estado crítico. Han cerrado decenas de hospitales y cientos de consultorios, y los que quedan están destartalados, sin servicios de agua y luz. Las medicinas y los insumos hospitalarios escasean. Miles de médicos, enfermeras y trabajadores del sector han emigrado o buscado trabajos en otros sectores. Los servicios sanitarios que reciben los cubanos son cada vez peores.
Las cifras macroeconómicas son horribles. Por tres años consecutivos, el crecimiento del PIB ha sido negativo. El déficit fiscal supera el 10 % del PIB, la inflación está desbordada y el desempleo y el subempleo son monumentales.
Al igual que en Venezuela, una forma de escapar a esta tragedia ha sido la emigración masiva. Más de un millón de personas, el 10 % de la población, ha huido de la pobreza en los últimos años (este es el único rubro exitoso de exportación de este país). Como muchos jóvenes se fueron, más del 25 % de la gente que permanece en Cuba tiene más de 60 años, un hecho que crea desafíos enormes para sus maltrechas instituciones de seguridad social.
Lo peor es que la esperanza de un mundo mejor —un sentimiento que animó a los cubanos a soportar las dificultades y estrecheces durante décadas— ya no existe. Todos saben que el paraíso comunista y el hombre nuevo del que habló el Che fueron amargas utopías. En medio del hambre y la oscuridad, la única realidad es una vida de miseria, hastío y sufrimiento.
Aunque es evidente que el bloqueo norteamericano agrava la situación, este no es el origen de la pavorosa realidad económica y social que padecen los cubanos. Después de la desaparición de la Unión Soviética, el régimen castrista mantuvo terca y temerariamente la planeación central y la rigidez económica que habían fracasado en Moscú y la Europa Oriental. Las reformas que intentó después de 1990 fueron tímidas e insuficientes. Su torpe gobierno nunca puso en marcha la apertura y los exitosos replanteamientos económicos que realizaron China y Vietnam. Cuba ocupa los últimos lugares en el mundo en materia de libertad económica.
La verdadera causa del desastre cubano se encuentra en su pésimo gobierno, carente de liderazgo, incapaz de emprender reformas y de trazar una ruta para el futuro del país. No es más que una camarilla incompetente y corrupta, que se mantiene en el poder únicamente por la vía de la represión.
El horrible aporte de Chávez y Maduro a la historia latinoamericana fue importar la tragedia, la miseria y la represión de Cuba a Venezuela y otros países de la región.
