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Las enormes colas de carros entrando a las ciudades después de Semana Santa, los trancones de todos los días y los frecuentes derrumbes –cada vez más dañinos con la aceleración del cambio climático– nos obligan a preguntarnos, una vez más, sobre el futuro de la infraestructura vial del país.
¿Se van a construir las grandes obras que necesita Colombia? O más concretamente: ¿Tiene planes el Gobierno para terminar la Ruta del Sol? ¿Llegaremos a 2050 con el ridículo medio túnel de La Línea? ¿Cuándo habrá una doble calzada completa entre Bogotá y Buenaventura? ¿Gozaremos alguna vez de una verdadera autopista entre Bogotá y Medellín?
Aunque es común que se formulen estas preguntas y otras semejantes cuando se discuten y aprueban los planes de desarrollo, en esta oportunidad poco hemos oído sobre el futuro de los principales proyectos viales del país.
Este silencio es todavía más elocuente cuando está en vilo el mismo sistema de concesiones viales que ha permitido la construcción de miles de kilómetros de carreteras en las últimas décadas. Después de congelar apresuradamente los peajes a comienzos de este año, una medida que estimuló el populismo rampante en contra de estos cobros, y que ahora anima con el desmonte de algunas casetas, el Gobierno no ha dicho en forma categórica qué va a pasar con los peajes del año entrante y, mucho menos, los de los siguientes. Si no se aclara favorablemente esta situación, las concesiones existentes entrarán en graves dificultades y, además, no podrán emprenderse las necesarias obras por tantas décadas pospuestas.
Parecería, por ciertas declaraciones, que al Gobierno no le gustan las concesiones. El presidente afirmó que “quienes van por las autopistas son las tractomulas cargadas de mercancías de los dueños del gran capital en Colombia”. Sin embargo, después del derrumbe de Rosas, Cauca, que, por falta de una de esas autopistas, dejó sin movilidad y provisiones a cientos de miles de personas pobres, el mandatario anunció la construcción de una doble calzada entre Popayán y Pasto.
De otra parte, el Gobierno ha sugerido que quisiera cruzar con trenes la geografía nacional. Se han escuchado ideas de un tren eléctrico entre Buenaventura y Barranquilla, a través de la frágil llanura del Pacífico, y otro entre Tumaco y Puerto Carreño, que traspasaría con túneles las tres cordilleras del país. Sin embargo, no se conocen presupuestos, diseños y plazos, y, mucho menos, las opiniones de los ambientalistas que rodean al primer mandatario y las comunidades vecinas de estas majestuosas obras.
La inevitable consecuencia de la incertidumbre existente es la reducción de la inversión en obras públicas en Colombia, tan necesarias para superar el gran atraso que existe en materia de infraestructura. Sin una buena red vial y sin bajos costos de transporte, este no va a ser un país moderno. Así, Colombia no podrá crecer a tasas satisfactorias y no será posible reducir la pobreza y elevar la calidad de vida de los colombianos.
El Gobierno está en mora de revelar sus planes y convicciones sobre el transporte, discutir sus proyectos y sus políticas de largo plazo con respecto a las concesiones. El país necesita saber lo que puede esperar en estas materias tan importantes para el crecimiento y progreso de la economía y la sociedad colombiana.
