La descentralización se volvió a poner de moda por la propuesta del gobernador de Antioquia de quedarse con todo el Impuesto de Renta generado en su departamento, a la cual Humberto de la Calle respondió “y que el Chocó y La Guajira se jodan”.
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El senador tiene razón: esta es una discusión sobre redistribución. Si algún ente territorial o algún grupo de la sociedad gana recursos, otro u otros los pierden (alguien debe joderse). Esto es así puesto que no hay más plata y el déficit fiscal ya es suficientemente elevado.
De todas formas, este es un debate necesario porque evidentemente hay un desorden en la distribución de recursos y responsabilidades en el país.
Es claro, además, que el centralismo ha aumentado en los últimos años. Muchas de las decisiones de inversión en las regiones, incluso las más pequeñas, no se tramitan en los presupuestos de las alcaldías y departamentos, sino en el presupuesto nacional. Se han resucitado entidades como Caminos Vecinales para decidir y contratar obras de competencia de los entes territoriales. Y todos los días se observa la intromisión de la Nación a iniciativas locales como el metro de Bogotá o los Juegos Panamericanos.
En buena parte, esto ha sucedido porque hay una nutrida oferta (del Gobierno nacional) para reforzar la centralización, la cual se encuentra con una fuerte demanda (de las regiones) de mayor centralismo.
La oferta de centralismo surge de: (i) el propósito del Gobierno nacional de sacar pecho frente a la población de los territorios, desplazando a los mandatarios locales, quienes, en algunos casos, pertenecen a grupos políticos diferentes; (ii) la voluntad del Gobierno nacional de tomar decisiones de la órbita de alcaldes y gobernadores (evidente, por ejemplo, en eventos como los consejos comunitarios y otros semejantes); (iii) la oferta de “mermelada” a los congresistas para que, con los recursos del presupuesto nacional, se adelanten obras locales.
La demanda por centralización se manifiesta en: (i) las solicitudes de muchos alcaldes y gobernadores, especialmente los más débiles, de que la Nación les resuelva todos sus problemas y realice incluso las pequeñas inversiones que se deberían hacer con sus propios recursos (ellos se convierten en intermediarios pedigüeños, en lugar de realizar un mayor esfuerzo fiscal o de presionar por un buena reforma tributaria territorial); (ii) las solicitudes de los congresistas al gobierno nacional para influir, por medio de la mermelada, en sus territorios; y (iii) los paros y protestas sociales de todo tipo frente a los cuales solo responde el Gobierno nacional.
En medio del creciente centralismo la discusión se ha reducido a pedir más plata y no a reestructurar el modelo de descentralización. No hay exigencias de mayor autonomía de los entes territoriales, tanto en materia de sus competencias como del necesario aumento de sus propios recursos tributarios.
Pero no todo en la descentralización tiene que ver con la plata y las responsabilidades de los entes territoriales. Deben revisarse las funciones de los llamados entes de control. Aumentar las transferencias y competencias, sin mejorar la vigilancia y combatir los abusos, solo seguirá enriqueciendo a los corruptos. Sin una reforma radical de los entes de control, la mayor descentralización conduciría a otra colosal pérdida de recursos.