MUCHAS CIUDADES COLOMBIAnas se componen de una pequeña zona moderna, semejante a las de los países avanzados, rodeada de interminables barrios pobres donde campea la miseria.
Al comparar las calles y las viviendas de la zona de la Ciénaga de la Virgen con las de la Ciudad Vieja de Cartagena, no pocos extranjeros evocan a la Sudáfrica de antaño. Son imágenes de uno de los países más desiguales del mundo.
El grueso de las caóticas ciudades que observan los visitantes del exterior se ha constituido como aluvión. Más de la mitad de las viviendas y edificaciones son ilegales, sin permisos, sin vías pavimentadas. La tarea de las autoridades, siempre detrás de una realidad que los desborda, consiste en tratar de legalizar la propiedad y, con dificultad, extender los servicios públicos a sitios remotos, muchas veces inaccesibles.
En forma paralela a este contraste urbano existe una nítida separación entre un país formal, que sigue las normas, paga impuestos, observa las regulaciones, y otro, el mayoritario, que se rige por sus propias reglas, no tributa, vive del rebusque, lejos del Estado.
Sólo un 40% de los trabajadores hace parte del llamado sector formal, con prestaciones, pensiones y amparos legales. El resto no está sujeto a las regulaciones sobre seguridad social, parafiscales y las distintas normas del Código Laboral.
Un porcentaje parecido de las empresas también está por fuera del marco del sector moderno de la economía. No paga impuestos y sus transacciones no producen facturas, recibos ni contabilidades.
Cerca de la mitad de los colombianos, la misma mitad informal, no tiene acceso a servicios bancarios.
La extensa Colombia informal no acude a la justicia del Estado, un servicio con una cobertura y una calidad ínfimas. Allí no se denuncian los delitos y los conflictos se dirimen lejos de los juzgados (la tutela sí abrió un canal para resolver muchos problemas de las mayorías; pero, por la inoperancia de la justicia, se generó una avalancha de procesos que inunda un sistema impotente).
La frontera entre la legalidad y la informalidad está determinada, en buena parte, por las barreras que impone el mismo Estado. La pequeña empresa informal, por ejemplo, no puede pagar las altas contribuciones y cargas parafiscales. Su salto a la formalidad golpearía sus débiles finanzas y la haría desaparecer. Lo mismo les sucede a los trabajadores del rebusque y la economía de subsistencia. De la misma manera, el costo de acceder a una justicia inoperante e incierta es elevado. El impuesto a las transacciones financieras aleja del sistema financiero a cientos de miles de personas que deben transar en efectivo, con altísimos riesgos.
La existencia de una informalidad tan grande, por supuesto, facilita la extensión de las actividades ilegales. El narcotráfico, el lavado de dinero, el contrabando, el crimen organizado constituyen una boyante economía subterránea de casi el 30% del PIB, que no deja rastros electrónicos.
La extensión de la formalidad más allá del reducido islote donde hoy se confina, debe comenzar por reducir las trabas, los cobros y las exacciones que impone el Estado sobre los más pobres y los más pequeños. Esto no es fácil. Como lo muestra el debate de los parafiscales, el peso de los intereses creados es un enorme obstáculo para la conformación de un país más uniforme y más justo.