Como es usual en esta época del año, la opinión pública está atenta a la discusión de lo que se denomina, en forma cada vez más incorrecta e imprecisa, el salario mínimo. Se trata de una ficción de carácter formal, de un salario que no es el más bajo de la economía, puesto que, año tras año, se sitúa por encima de los ingresos de cerca de la mitad de los colombianos.
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Se sabe, además, que en nada mejoraría la situación de millones de personas pobres si el “mínimo” se eleva en 5 %, 15 % o 25 %. Es más, muchos economistas indican que cuanto más alto sea el “salario mínimo legal”, menos colombianos quedarían cobijados por él, ya que las empresas pequeñas y débiles, aquellas que no pueden cumplir con esa norma, se verían obligadas a pasar a la informalidad y situarse por fuera de las reglas laborales.
El foro donde se discute el llamado salario mínimo —denominado de concertación laboral— también opera de espaldas a la realidad. Allí no participan ni tienen representación los más pobres, los informales, los desempleados... en fin, ninguno de los importantes grupos interesados en buenas políticas laborales.
En las concertaciones laborales interactúan tres actores: (i) un grupo de sindicatos de empleados del Estado, cuyos representados tienen salarios bastante superiores al mínimo, gozan de estabilidad laboral, así como de pensiones y salud aseguradas (sus ingresos, eso sí, mejoran en forma proporcional a las alzas del “mínimo”); (ii) los gremios, representantes de un puñado de grandes firmas, cuyos empleados y obreros por lo general también reciben salarios muy superiores al “mínimo”, alejadas también de la realidad de millones de empresas y trabajadores informales (algunos líderes gremiales sostienen que si se eleva el “mínimo”, sus ventas se dinamizan), y (iii) los gobiernos de turno que, usualmente, acosados por problemas de popularidad y tratando de terminar el año sin problemas, sacan pecho cuando decretan “salarios mínimos” altos, sin considerar la precaria situación de los informales y desempleados, por definición, carentes de vocería y representación.
Estas realidades prueban una vez más que el país legalista, el de los decretos y las concertaciones laborales, se enfoca únicamente en su sector formal, el que disfruta de los privilegios de las normas de protección social y, de esta forma, desconoce las duras condiciones de más de la mitad más pobre de la población.
Como lo sugiere el economista Santiago Levy, el primer paso para solucionar estos problemas es comprender que ellos se derivan de anacrónicas, aunque bien intencionadas, políticas de protección social y legislación laboral —reglas de contratación, parafiscales, impuestos y cargas sobre la nómina—, que ahondan la brecha entre el sector moderno y la enorme economía informal, y también causan la baja productividad del país. De un buen diagnóstico se puede pasar a diseñar una reforma que desmonte las cargas al trabajo y las regulaciones dañinas, para que se establezca un equitativo sistema de protección social financiado con impuestos generales y que cobije a todos los colombianos.
Mientras tanto, los medios nos seguirán hablando de declaraciones, anuncios y demás rituales alrededor de la fijación de un salario denominado “mínimo” que excluye a una gran multitud de personas, agigantada ahora por el impacto de la pandemia.