Una de las mayores amenazas para el futuro de Colombia se origina en la reforma que ordenó un enorme incremento de las transferencias de los ingresos de la Nación a municipios y departamentos. Esta iniciativa no contó previamente con un análisis técnico serio ni se basó en una evaluación crítica de los logros y problemas de la descentralización ordenada por la Constitución de 1991. Y lo peor: no tuvo en cuenta la compleja realidad de las regiones del país de hoy.
La descentralización que se puso en marcha en 1991 ha sido provechosa y ha permitido la mejoría de numerosas ciudades y departamentos, especialmente en la zona central, pero el aumento de las transferencias no se ha traducido en la reducción de la pobreza y el atraso de la periferia, las fronteras y las zonas costeras. Si se hubiera reconocido este hecho, la reforma que hoy lamentamos debió plantear un tratamiento radicalmente diferente para las regiones más desarrolladas y las del resto del territorio nacional.
Otras dos grandes realidades, ausentes también en la reforma, deben tenerse en cuenta al considerar el progreso de la descentralización. En primer término, amplias zonas, las más pobres y apartadas, están en manos de grupos criminales, lejos del control del Estado. En estas condiciones, las mayores transferencias fortalecerán aún más a las mafias, los grupos armados irregulares y los clanes políticos que impulsan esta reforma. Esto ya pasó en los años anteriores y no debería repetirse.
En segundo lugar, la situación fiscal del país es crítica. Con un déficit superior al 7 % del PIB y la deuda pública creciendo en forma explosiva, es suicida quitarle recursos al Estado central, así en el papel se prometan traslados de competencias compensatorios a los entes territoriales; esto es una ilusión. La recuperación de la seguridad y el control territorial exigirá del Gobierno Nacional mayores inversiones militares en los próximos años, así como grandes erogaciones para salvar el sistema de salud y el sector eléctrico, especialmente el del Caribe.
Cualquier historiador que observe esta torpe iniciativa podrá concluir que Colombia sufre en 2025, al igual que durante el siglo XIX, de una tendencia a la fragmentación territorial, al progresivo raquitismo militar y fiscal del Gobierno Central, y al aumento del poder bélico y político de ejércitos locales, hoy en manos de criminales financiados con la coca y la explotación ilegal de oro y otros recursos. Este destructivo proceso debe detenerse.
La continuación del necesario desarrollo territorial debería partir de las realidades que hemos observado. Los municipios y departamentos más avanzados deberían tener mayor autonomía tributaria para imponer, por ejemplo, sobretasas de renta e IVA, y libertad para realizar gastos de distintos tipos (entre ellos los de las regalías) sin autorización del Gobierno Central. En cambio, en las zonas más pobres, hoy controladas por guerrillas mafiosas, se requiere mayor inversión local, tutelada y financiada por el Gobierno Central, en estrecha coordinación con los esfuerzos por recuperar la seguridad, el desarrollo social y el imperio de la ley. La reforma debería asegurar la presencia estatal en estas regiones, ausente durante más de dos siglos, al tiempo que se mantiene la soberanía y la integridad de la estructura del Estado colombiano.