Varios hechos muestran que el llamado paro nacional se está desinflando (aunque se denomina “nacional”, solo han parado voluntariamente los sindicatos públicos y algunos activistas; los demás lo han hecho obligados por los bloqueos, el temor y la destrucción del transporte público).
Después de la nutrida concurrencia y el entusiasmo de las primeras semanas, se aprecia una escasa participación en las últimas manifestaciones. Los jóvenes se cansaron de marchar sin lograr resultados y, sobre todo, sin propósitos claros, más allá de expresar el malestar por el desempleo y la falta de perspectivas en sus vidas.
Los bloqueos, el elemento más dañino del paro, también se han reducido como consecuencia del gran rechazo nacional por sus abusos y una actitud más decidida del Gobierno frente a las tropelías de los bloqueadores. Su impacto sobre la vida, el trabajo y la libertad de las personas ha causado el justo repudio de pobres y ricos, de lo cual dan razón las encuestas. El paro general indefinido, impuesto por medio de bloqueos, es un desafío intolerable de unas minorías violentas no solo al Gobierno, sino a toda la sociedad (imagínense lo que les sucedería a quienes traten de imponer por la fuerza la suspensión del tráfico terrestre en China, Alemania, Cuba o Estados Unidos).
Los horribles episodios de violencia con que comenzó el movimiento han disminuido. Las balaceras, los incendios, las confrontaciones con la policía son eventos ahora, por fortuna, esporádicos. La actitud más decidida de las autoridades y la intervención de distintos actores sociales —nacionales e internacionales— han tenido la consecuencia de moderar ciertos abusos de la Fuerza Pública y visibilizar a quienes han asesinado policías, quemado sedes de la justicia, incinerado y saqueado almacenes y negocios. Hay que anotar, eso sí, que, ante el decaimiento de las manifestaciones, grupos aislados de vándalos insisten en sus acciones destructivas en Bogotá y otras ciudades.
Las encuestas muestran que los colombianos apoyan y entienden las protestas, pero rechazan la violencia y, sobre todo, los bloqueos. Como en otras oportunidades, buena parte de la izquierda tradicional no ha sido capaz de rechazar sin ambages los incendios, las pedreas, los bloqueos y los ataques a la infraestructura pública. Y unos cuantos activistas todavía defienden los abusivos “corredores humanitarios” que otorgan a grupos violentos el control de las vías y, sobre todo, la potestad de decir qué es humanitario y qué no lo es, muchas veces a cambio de exigir peajes y cobros extorsivos.
El desinfle del paro ocurrió sin que haya mediado ningún acuerdo entre el Gobierno y el autodenominado Comité Nacional —un grupo de sindicalistas y políticos que trataban de dirigir el movimiento— que poco o nada tiene que ver con los jóvenes en las calles. Los que sí sacaron su tajada fueron los camioneros que le extrajeron concesiones al Gobierno, contrarias al interés nacional, a cambio de desbloquear algunas carreteras.
Lo que se debe hacer en el Congreso, con urgencia, es un plan a favor de los jóvenes que incluya programas de empleo, la ampliación de Jóvenes en Acción, una renta básica a los más pobres y nuevos auxilios por la pandemia. La financiación puede provenir de las regalías, traslados presupuestales y la reforma tributaria en marcha. Es increíble que no se haya hecho antes.