A pesar de algunas modificaciones de última hora, la reforma constitucional que ordena que se transfieran a los municipios y departamentos el 39,5 % de los ingresos corrientes de la Nación, aprobada en sexto debate en el Congreso, causará el desastre de las finanzas públicas.
Haber rebajado el porcentaje de las transferencias del 46 % de los ingresos de la Nación al citado 39,5 % no resuelve, para nada, el problema. Es como esperar que alguien que se tira de un piso 39, y no del 46, sobreviva a la caída. También se sabe muy bien que no hay manera de transferir competencias a los entes territoriales para que la Nación ahorre el gigantesco aumento previsto de los recursos a municipios y departamentos.
Vale la pena reflexionar sobre el significado político de esta decisión. Esta es otra manifestación de la estrategia del presidente Petro de mantener su alianza con políticos tradicionales, diestros en las artes del clientelismo, el trueque de votos por favores presupuestales y otras prácticas que ensombrecen la democracia colombiana. Esta fue la clave de su elección y ha sido un elemento esencial de su presidencia. Sin esta alianza no habría sido posible asegurar los votos necesarios para sacar a flote la reforma tributaria y la pensional.
La acelerada votación de la reforma constitucional que comentamos es otra prueba del tipo de transacciones que mantiene a flote la gobernabilidad del régimen. Con el apoyo expreso del mandatario, el ministro del Interior impulsó la transferencia de gran flujo de recursos fiscales a la clase política, sin ninguna consideración por la salud financiera del país, a cambio, predeciblemente, del apoyo parlamentario a los dañinos proyectos del gobierno en materia laboral, agraria, de salud y tributación.
Otra característica del debate que se originó a raíz de la carta de los exministros de Hacienda y las sesudas críticas de Anif y Fedesarrollo fue que, en lugar de discutir sus argumentos y examinar cifras y proyecciones, el gobierno, y en particular el ministro Cristo, acudieron a la descalificación personal, con el tono del más burdo populismo. Acusaron de centralistas, bogotanos, ignorantes de las realidades de la provincia y cosas semejantes a quienes, con sólidas razones, estaban alarmados por las consecuencias fiscales de la iniciativa resultantes de la alianza del gobierno con la clase política.
Hay que destacar que uno de los dos votos negativos a este proyecto fue el del senador Humberto de la Calle, una postura que lo honra como un estadista responsable, consciente de los peligros que acarrea la búsqueda de la bancarrota del gobierno. De la Calle no es centralista ni bogotano y, mucho menos, tecnócrata. Y tampoco nadie puede negar sus credenciales democráticas e intelectuales, su origen de provincia y sus conocidas posiciones como defensor de la descentralización y la prosperidad de las regiones.
Con esta y otras decisiones del Congreso, en estos meses –al igual que en los primeros años de la década del 80 y en la segunda mitad de la del 90 del siglo pasado– el país está siendo testigo de cómo, golpe a golpe, se están creando las condiciones para el estallido de una gran crisis fiscal y macroeconómica. Las señales son evidentes, las alarmas están dadas, pero los pilotos mantienen el curso, imperturbables, hacia el desastre.