Si las cosas siguen como van, los votantes de Estados Unidos tendrán que escoger en noviembre entre Donald Trump, un delincuente convicto, un verdadero peligro para la democracia, y Joe Biden, un presidente aceptable, pero cuyas facultades mentales están disminuidas por la senectud, tal como se hizo evidente en el debate de hace unos días (para evitar esta situación que conduciría inevitablemente al triunfo de Trump, un grupo creciente de los líderes del Partido Demócrata está presionando al presidente para que renuncie a su postulación y le abra paso a un proceso de selección de un candidato joven que pueda tener algunas posibilidades de éxito en las elecciones de fin de año).
La mecánica de la democracia, infortunadamente, a veces pone a los votantes en la disyuntiva de tener que escoger entre dos malas alternativas. Muchos analistas piensan que esta es una de las consecuencias de la atomización y debilitamiento de los partidos políticos que, en el pasado, fueron un mecanismo efectivo y probado a través del cual se filtraban y seleccionaban los candidatos, quienes a lo largo de su vida pública demostraban sus capacidades, probidad y liderazgo. Ahora algunos líderes populistas, por medio de su riqueza e influencia en las redes sociales, son capaces de subordinar y poner a su servicio a los partidos, tal como lo ha hecho Trump con el republicano.
Este tipo de fenómenos, por supuesto, ya se ha presentado en nuestro medio. Ocurrió en la última elección presidencial, cuando la gran mayoría de los colombianos tuvo que escoger entre dos candidatos populistas en unos comicios en los cuales muchas personas no votaron a favor de uno de los candidatos, sino en contra del que más temían o reprobaban (el único escape fue el minoritario voto en blanco). Antes ya había ocurrido en Colombia. Enfrentado a lo que consideraba dos malas alternativas, Antanas Mockus dijo hace años que la decisión de los votantes era semejante a tener que escoger entre dos enfermedades mortales, el Sida y la hepatitis C.
Lo más delicado es que Colombia puede dirigirse, otra vez, a tener que optar entre dos malos candidatos en 2026. Esta puede ser la consecuencia de que se presente una enorme proliferación de aspirantes en la primera vuelta, resultado de la ausencia o el fracaso de mecanismos previos de aglutinación y compactación de coaliciones (como las primarias y las consultas) alrededor de programas de gobierno atractivos para grupos significativos de votantes. Si esto sucede, no se puede descartar que los dos candidatos con mayor votación en la primera vuelta, representando visiones extremas, voceros de segmentos minoritarios e identitarios, pasen con muy bajos porcentajes a la segunda vuelta (por decir algo, números alrededor del 20 % y el 10 %). El país, entonces, podría estar, una vez más, enfrentado a tener que escoger entre dos personas que no representan a segmentos considerables y diversos del electorado.
Siempre se ha dicho que, ante la necesidad de optar entre dos males, se debe escoger el menos peor. El problema es que cuando esto sucede en varias elecciones sucesivas, la acumulación de los daños puede causar perjuicios duraderos e irreparables a la sociedad, la economía y el futuro del país. Los partidos y los dirigentes están en la obligación de evitar que en 2026 Colombia esté de nuevo en esa situación.