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La paz también es con los sordos

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Arturo Charria
25 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.
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Antes de que el lenguaje de señas fuera considerado la lengua materna de la población sorda, en Colombia a los niños de esta comunidad les amarraban las manos en los colegios para que se comportaran como sus otros compañeros, “los normales”. Contaba Edgar Rodríguez, uno de los líderes de la comunidad sorda en el país.

 Conocí a Edgar el domingo pasado en el Parque Nacional, en Bogotá, durante la celebración del Día internacional de las lenguas maternas. Escuché su relato gracias a un intérprete del Instituto Nacional de Sordos (Insor). En sus gestos estaba contenida la historia de los sordos en Colombia, tal como sucede con muchas minorías en el país, su relato era la suma de una larga lucha, de pequeñas victorias y de mucha voluntad.

¿Por qué luchan los sordos? Por vivir en condiciones de dignidad, afirmaba Edgar. No quieren que les traten como personas con discapacidad, al contrario, quieren tener la oportunidad de demostrar sus capacidades; de estudiar y que esta educación se ajuste a sus necesidades.

Las condiciones han cambiado, en muchos aspectos somos pioneros en América Latina –resulta difícil borrar la imagen de las manos atadas– sin embargo, queda mucho por hacer, sostiene Marcela Cubides, Directora del Insor. Hace falta que el país no solo visibilice la situación de la población sorda, sino que sea más incluyente, ¿cómo puede desarrollarse una población que debe leer y aprehender el mundo desde una segunda lengua que normalmente no entienden? El lenguaje no es una herramienta, menos un favor, es un derecho. Sostiene Cubides.

Esta reflexión sobre la población sorda también debe invitarnos a pensar, qué significan hoy las palabras, pues estamos tan habituados a ellas que estas han perdido la capacidad de ayudarnos a comprender el mundo. De ahí que olvidemos que la existencia se nos revela a través del lenguaje, basta con recordar el bello inicio de Cien años de soledad, en el que García Márquez vuelve a crear la Arcadia y nosotros, al tiempo que sus personajes, sentimos el deslumbramiento de la realidad enfrentada a las palabras: “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

Esa fascinación volví a sentirla cuando de manera mágica veía cómo las manos de Edgar se convertían en imágenes en el aire, que luego eran traducidas. Sin embargo, esa traducción se quedaba corta ante el aleteo de los dedos y el movimiento del cuerpo, de los ojos, de los labios: todo el cuerpo en él hablaba.

Volví a casa y estuve pensando en el valor que tiene el lenguaje, en la necesidad de comunicarnos, de construir códigos comunes que nos permitan sentir, pensar, nombrar las cosas incluso antes de conocer su significado.

Pensé en el proceso de paz, en aquella campaña que buscaba “desescalar el lenguaje” y me di cuenta lo errada que estaba, porque esto solo sirve para ocultar realidades que no desaparecerán por dejar de nombrarlas. El gobierno debería pensar, más bien, en “desarmar el lenguaje” comprendiendo esta nueva máxima en su doble sentido. Por un lado, avanzar en un campo semántico que disminuya el odio y el tono militarista tan afianzado en la sociedad. Y, por otro lado, romper de manera literal el lenguaje, hacer un ejercicio de comunicación en el que se vea obligado a nombrar la paz sin usar las palabras con que suele referirse a ella, pues estas carecen hoy de valor para el país.

El Gobierno no puede seguir pensando la paz como una máxima en sí misma. Debe encontrar nuevos lenguajes, no como una estrategia de marketing, sino como una necesidad vital de comunicación.

No es fácil, pero creo que un comienzo puede ser a través una mesa de trabajo entre la población sorda y representantes de los equipos negociadores, tanto del Gobierno como de las Farc. Este encuentro le permitiría a la Oficina del Alto Comisionado de Paz, pensar no solo el contenido de los acuerdos –como ha intentado hacerlo durante más de tres años–, sino la forma de comunicarlos, de aclarar dudas a una población que de seguro tiene muchas inquietudes sobre el proceso de paz y lo que significa para ellos la palabra paz. Este diálogo con la población sorda debería producir no solo nuevo lenguaje para hablarle a la sociedad, sino una reflexión más crítica de los procesos comunicativos, donde estos tienen como principio rector una relación horizontal y la construcción de significados a través del reconocimiento del otro.

Hoy no se les ata físicamente las manos a las personas sordas, pero se les excluye de los grandes debates del país, se les considera sujetos pasivos, a lo sumo receptores de información en una lengua ajena a la suya. Establecer un diálogo con esta población sería un gesto de reparación histórica, pero también una oportunidad para el Gobierno. Hablando con los sordos Santos podría encontrar esas palabras que tanto ha buscado para comunicar los acuerdos de La Habana, ya no con los “amigos del proceso”, sino con aquellos a los que no ha logrado interpelar con su discurso y que son indispensables para construir la paz.

 

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