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Hay ciertas lecturas sobre las que vuelvo con cierta frecuencia, como un impulso que se agita entre el amor y la nostalgia.
Algunas veces ocurre que, buscando un libro en la biblioteca, me sorprende el lomo de una lectura pasada. Entonces lo saco y comienzo a revisar las anotaciones entre sus márgenes, buscando pistas de mi vida pasada. Porque uno suele ir escribiendo una pequeña y fragmentaria biografía entre los libros que más quiere. Allí están acumuladas las preguntas y sentimientos que resultaban determinantes en ciertos pasajes de nuestra vida. Dejamos de lado la historia y los personajes, para asomarnos a nosotros mismos.
Pero los libros que más quiero los tengo en varias ediciones, desde la más rústica que compraba en los tiempos de economía universitaria, hasta las ediciones de lujo que cada tanto sacan para conmemorar una cifra redonda relacionada con el autor o con el libro. Así, por ejemplo, tengo seis ediciones de Cien años de soledad. La primera la tomé de la biblioteca familiar y la metí en una de las cajas cuando me mudé a Bogotá; recuerdo haberla leído en los primeros semestres de la carrera. La segunda la adquirí cuando García Márquez cumplió 80 años y Alfaguara sacó una bella edición de tapa dura. En mi primer año como profesor de español compré una edición crítica, para tener un discurso más elocuente en la clase. El año siguiente, cuando tuve que dar de nuevo el curso en que se leía Cien años, me di cuenta de que tenía tres veces el mismo libro. Pero lo que más me sorprendió fue comparar los subrayados: eran tan distintos y ligados a mi vida, que pude comprender las palabras de Umberto Eco cuando afirmaba que toda obra literaria era una obra abierta y que el lector, con su experiencia personal, era quien la cerraba. Los dos años siguientes compré el cuarto y quinto libro.
La sexta edición de Cien años de soledad llegó a mi biblioteca con motivo del 50 aniversario de la publicación de la obra. Cuando comience a leerla, sabré que además de reencontrarme con Melquiades, el coronel Aureliano Buendía, Amaranta y tantos personajes queridos del libro, también volveré sobre mis propios recuerdos. Los nuevos subrayados me mostrarán las preguntas que me hago ahora y quizá tenga respuestas a las incertidumbres que anoté en la edición rústica de portada café y letra pequeña que leí por primera vez.
En 1926, el poeta Fernando Pessoa reescribió uno de sus poemas más bellos, Lisbon Revisited; escribió el título intencionalmente en inglés, para hacer evidente el ruido de una ciudad que veía con otros ojos, como un extranjero que vuelve a una tierra que ya no le pertenece: “Fantasma errando en salas de recuerdos”. Así también revisitamos nuestras lecturas, que no siempre son tan felices como la primera y que sin embargo resultan necesarias.
Quizá por eso no me gusta prestar libros. No solo porque puedo perderlos, sino porque pienso que otros espiarán mi vida a través de las marcas y anotaciones que dejo al margen y entre líneas.
