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La noche en que la procuradora general anunció la suspensión del alcalde de Medellín, comenzó a circular la idea de golpe de Estado. Uno de los primeros en usar la categoría fue el propio Daniel Quintero: “Ha iniciado el golpe de Estado en Colombia”, escribió en su cuenta de Twitter. Rápidamente el mensaje se volvió tendencia. Días después, el suspendido funcionario y un puñado de simpatizantes protestaron frente a las instalaciones de la Procuraduría con una pancarta en la que se leía: “No al Golpe de estado en Medellín”.
La decisión ha causado malestar por la celeridad y selectividad con que fue tomada. Incluso, hay quienes señalan que beneficia a quien pretende perjudicar, pues podría decirse que Quintero pierde temporalmente la Alcaldía de Medellín, pero gana a Colombia. Sin embargo, afirmar que se trata de un Golpe de Estado es equivocado: la decisión será apelada y lo más seguro es que Quintero regrese antes de que termine la “suspensión”. Además, Medellín no es un Estado.
El uso de conceptos como adjetivos para describir realidades de manera conveniente no discrimina las corrientes ideológicas, de ahí que baste con recordar la forma con que Uribe Vélez usó la palabra “terrorismo”. Esta no solo ha servido para señalar y perseguir la protesta social, sino para estigmatizar a académicos, periodistas y todo aquel que desde 2002 controvirtiera con su línea de mando. Así, para el expresidente, poner una bomba y bloquear Transmilenio podían ser consideradas acciones terroristas. Lo mismo pasa con palabras como dictadura, genocidio, fascismo o comunismo, categorías que de tanto usarlas terminan por vaciarse de contenido.
Yo mismo he caído en esas trampas de usar de manera indiscriminada ciertas palabras. Hace varios años le dije a un amigo chileno que en Colombia teníamos una dictadura, refiriéndome a las políticas de la Seguridad Democrática. Él me escuchó con calma y me respondió: “usted no sabe lo que es vivir en una dictadura”. Su tono de voz y la concreción de su sentencia bastaron para dar por zanjada la discusión.
También ocurre que la ebriedad de poder atraviesa el lenguaje, y el deseo por refundar todo está presente en la obsesión por controlar incluso las palabras y su uso. En Colombia, por ejemplo, el fiscal general ha decidido llamar las masacres bajo un tecnicismo vacío: “homicidios colectivos”.
Estos usos del lenguaje resultan peligrosos porque dan la impresión de que lo peor está ocurriendo, cuando en realidad está por pasar. De ahí que la precisión de su uso no sea un capricho academicista, sino una precaución que debemos tener como sociedad, pues, como el cuento del pastorcito mentiroso, de tanto decir dictadura y golpe de Estado, nadie nos va a creer cuando los tanques estén en las calles.
Puntilla. ¿Por qué todos en Cúcuta hablan de los habitantes de calle y nadie de los responsables de la política?
