Soy de una generación que creció entre dos países. Me basta cerrar los ojos para estar del otro lado: acompañando a mis padres a hacer mercado o en una fila de carros que se movía lentamente a la espera del turno para tanquear gasolina. Quienes vivimos entre las décadas de los 80 y 90 en Cúcuta tenemos recuerdos compartidos que, más allá de ser generacionales, son transfronterizos.
Eran tiempos de señales análogas y los pocos canales de televisión colombianos que llegaban eran de baja calidad, como si se cansaran al pasar la cordillera oriental. Subir al techo para buscar la señal era parte de la infancia, pero quizá buscábamos los restos de un país que parecía agotarse en el filo de las montañas. Era más fácil girar la antena hacia el oriente para encontrar nítida la voz y la imagen que venía de Venezuela. Así fuimos incorporando palabras, gustos y canciones que llegaban de un lugar que parecía más cercano.
En el barrio jugábamos a representar propagandas que veíamos en televisión y no había una regla específica que nos indicara que debían ser de un país u otro. Entonces imitábamos en un mismo turno, sin que hubiera protestas, las propagandas de Quipitos, Chicles Motitas, Diablitos o Frescolita. Eran productos que estaban en la despensa y en la memoria de cualquier niño de la cuadra.
Lo mismo ocurría con los programas de los sábados por la mañana. Algunos veían Oki-Doki, se sabían sus canciones, tenían posters de Vainilla, Canela o Tomillo. Otros veíamos, en Venevisión, El club de los tigritos, deslumbrados con Wanda y Jalymar. Y cada noche de 1992 veíamos, en RCTV, Por estas calles, una telenovela con la que descubrimos que ese lugar de abundancia que era para nosotros Venezuela estaba atravesado por contradicciones sociales. Eran tiempos confusos, marcados por apagones en Colombia y por intentos de golpes de Estado al otro lado de la frontera.
A la señal análoga que nos recordaba lo lejos que estaba Colombia de Cúcuta se sumaba el esplendor de ciertos aparatos tecnológicos que se encontraban en San Antonio del Táchira. Muchos compramos allí nuestro primer reproductor de CD, en un edificio que importaba marcas japonesas que eran desconocidas para la mayoría de los colombianos y en las que nuestros padres ponían los éxitos de la Billos, que en Cúcuta tienen el impacto de un himno nacional.
Con el tiempo algunos nos fuimos a otras ciudades, pero la frontera, sus sabores y sonidos siempre estuvieron con nosotros. De vez en cuando llegaban encomiendas en cajas de cartón con pedazos de esa patria común que tenemos quienes crecimos entre Colombia y Venezuela. Bastaba probar un poco de ovomaltina para volver a sentir el calor de una infancia de recuerdos plurales.
Esa quizás es una de las pérdidas más grandes que tienen las nuevas generaciones en Cúcuta: la idea distorsionada de la frontera como un problema.
Puntilla. La presencialidad de estudiantes en 2022 no debe abordarse como una opción, sino como la vulneración de derechos de niñas, niños y adolescentes.