Leila Guerriero narra en La otra guerra la historia del cementerio de soldados argentinos que murieron en las islas Malvinas bajo el fuego inglés. Allí, a 2.000 kilómetros de distancia, yacen enterrados cientos de jóvenes que fueron a pelear una guerra que fue el epítome de una dictadura que se despidió con el “sacrificio” de 649 soldados. El libro cuenta cómo los cuerpos permanecieron, desde 1982, sin identificar y sin repatriar, pues traerlos de regreso al continente significaba sacar la última presencia argentina que quedaba en las islas.
Pasaron más de 35 años para que los primeros soldados comenzaran a ser “localizados”, término usado para evitar discusiones semánticas con los cerca de 30.000 detenidos-desaparecidos de la dictadura. Sin embargo, más allá de esa disputa, Guerriero se centra en esas familias que durante décadas no han tenido una tumba que puedan llenar de recuerdos y en la que puedan “hacer los ritos de la muerte ante la cruz correcta”.
Esta historia nos lleva a nuestro propio cementerio que es Colombia, aquí miles de familias de combatientes de todos los ejércitos han tenido que enterrar simbólicamente a sus hijos, hermanos, padres y madres porque se los comió la selva, el tiempo o fueron depositados en parajes clandestinos.
Una de esas historias es la de dos columnas del M-19 que volvían de Cuba para profundizar la lucha de esta organización. Entre febrero y marzo de 1981 desembarcaron cerca de 130 hombres y mujeres en las playas del Pacífico con el propósito de abrir un corredor entre Chocó, Risaralda y Antioquia. La mayoría murieron perdidos en la selva o por emboscadas del ejército. Sus cuerpos nunca fueron recuperados.
Otro ejemplo es el de niñas, niños y adolescentes desaparecidos de la Operación Berlín. En un documental reciente, se cuenta la forma en que fueron reclutados entre 1999 y 2000 por las Farc para conformar la Columna Móvil Arturo Ruiz. Muchos murieron en enfrentamientos y otros fueron ejecutados por el ejército, cuando avanzaban por el páramo de Berlín en los límites entre Santander y Norte de Santander con destino al Catatumbo. En el documental, la madre de una de las adolescentes que fueron reclutadas narra el dolor de una búsqueda que no termina, pues ha recorrido sin suerte cementerios y oficinas, pero nadie le da razón por su hija o del lugar en que fue enterrada.
Estas mismas historias se repiten en voz de familiares de miembros de la Fuerza Pública que no tienen una tumba sobre la cual puedan hacer su duelo. Así lo escribió la madre de un soldado desaparecido en una carta a sus perpetradores: “Son tantos años de lucha y zozobra que no he podido descansar. Tantos días, noches, meses, años de sufrimientos, dolor, tristeza, amargura y decepción. No puedo hacer nada por él, no tengo un abrazo suyo”.
Tantas décadas de guerra han convertido a Colombia en una gigantesca bóveda común. Algunos cuerpos quedan a la intemperie, expuestos al paso del tiempo y a la voracidad de los animales. Otros son enterrados por uno de los bandos, sin ritual alguno. Y cuando se requiere dar parte de victoria, los cadáveres son exhibidos en filas de bolsas negras, trasladados a instalaciones militares y sepultados anónimamente. En este país-cementerio tenemos que caminar muy despacio, no vaya a ser que, sin saberlo, estemos pisando una tumba sin marcar.