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La alimentación y la energía son las dos dimensiones más importantes de toda transición ecosocial, pues involucran la base de la vida. Es, por tanto, preocupante y triste constatar la conversión de la agricultura y la alimentación en mercancías globalizadas, a tal punto que cientos de millones de personas en muchos países dependen de mercados globales para satisfacer esta necesidad fundamental, y frecuentemente no lo logran, resultando en el aumento del hambre y la desnutrición.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la alimentación de pueblos y ciudades se producía a nivel local y regional. La tecnología y conocimientos actuales garantizan que esta condición puede ser lograda hoy, si se dan las condiciones sociales y políticas. Podríamos pensar: “Si tenemos el dinero, ¿por qué no comprar los alimentos a quien los venda más barato, vengan de donde vengan?”. Es lo que prescribe el seductor concepto de “seguridad alimentaria”, diferente a la “soberanía alimentaria”, como lo advirtiera el presidente Petro en 20 de septiembre en la Cumbre Mundial de Seguridad Alimentaria en Nueva York. Mientras que el primero es un concepto propuesto por instituciones como el Banco Mundial, el segundo proviene de los movimientos campesinos y agroecológicos.
La ONU define la seguridad alimentaria como la capacidad de las personas y los países para acceder a los alimentos suficientes para satisfacer las necesidades nutricionales para una vida sana y activa, sin importar de donde provengan. El concepto fue usado por primera vez en Roma en 1974 durante la famosa Cumbre Mundial de Alimentación patrocinada por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Coincidía con las primeras décadas de la llamada Revolución Verde, estrategia diseñada para la modernización de la agricultura mediante un paquete tecnológico que incluía las semillas “mejoradas”, la mecanización y el uso intensivo de insumos derivados del petróleo. Esta estrategia favoreció a las transnacionales de la alimentación que controlaban las tecnologías y capitales requeridos. No se hicieron esperar las críticas a sus nocivos impactos sobre suelos, bosques y aguas por ambientalistas de todo el mundo. Pero su efecto más notorio fue que privilegió las grandes explotaciones y monocultivos agrícolas en detrimento de las economías campesinas, desplazando la mayoría de la población rural hacia las ciudades.
Con el paso del tiempo, quedó claro que, a pesar de aumentar significativamente la producción agrícola (buena parte de cultivos comerciales y no alimentarios), con frecuencia los alimentos no llegaban a la gente empobrecida, situación dramáticamente ejemplificada por las grandes hambrunas que han cobrado la vida de millones de personas desde la década de los setenta, pues los pobres no tienen la capacidad de pagar por los alimentos disponibles según las leyes del mercado. Esta situación se agravará con la intensificación del cambio climático en los países más dependientes de dichos mercados.
Es en el contexto del cambio climático donde la soberanía alimentaria cobra mayor relevancia. Propuesta por el vasto movimiento campesino transnacional La Vía Campesina (LVC), la soberanía alimentaria es un paradigma diferente al de seguridad alimentaria. LVC la define como “el derecho de los pueblos a alimentos sanos y culturalmente apropiados, producidos a través de métodos sostenibles y ecológicamente racionales, y su derecho a definir sus propios sistemas alimentarios y agrícolas”. El concepto se originó en la década de 1990 a partir de las luchas de comunidades de todo el mundo contra el sistema alimentario corporativo. Defiende el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas de producción, distribución y consumo de alimentos con base en fincas pequeñas y medianas, de forma agroecológica.
La soberanía alimentaria se convirtió en un grito de batalla para una amplia gama de luchas de campesinos, pescadores, pastores, agricultores urbanos, mujeres, jóvenes y pueblos étnicos, incluidas las luchas contra el acaparamiento de tierras y del agua; la modificación genética y el patentamiento de semillas; y la resistencia a los agrotóxicos. Actúa a favor de la conservación de la biodiversidad y los derechos de la naturaleza; la agroecología como conocimiento y práctica alternativa; los derechos de los trabajadores agrícolas; y la provisión de alimentos sanos en centros urbanos. El movimiento encarna una transición radical de los sistemas agroalimentarios corporativos a modelos basados en la defensa de los saberes, prácticas y territorios de los pueblos productores de alimentos (ver la Declaración de Nyeleni).
Como reporta la antropóloga del Instituto de Bioética de la Universidad Javeriana Laura Gutiérrez, la soberanía alimentaria ha jugado un papel importante en visibilizar y presentar alternativas a la “biohegemonía” de la agrobiotecnología y los aparatos corporativos, legales y científicos que la subyacen. Las mujeres campesinas han jugado un papel central, incluyendo en la conservación, recuperación, intercambio y desarrollo de semillas criollas a través de redes de guardianes y casas de semillas y, en algunos casos, la creación de “zonas libres de transgénicos”.
La soberanía alimentaria no es solamente cuestión de tierras y de fomento a la agricultura para la demanda interna. En última instancia, esta noción implica la reconstitución de un complejo entramado de interdependencia entre comunidades, suelos, aguas, semillas y conocimientos, economías, paisajes y climas locales y regionales, el cual ha sido profundamente vulnerado por la agricultura comercial capitalista a gran escala. Reconstituir este entramado implica el desmonte de la visión mercantilista de la tierra, los alimentos y la vida y la resistencia a los mandatos globalizantes de la productividad y la competitividad.
Desde la perspectiva de los movimientos campesinos, la implementación de la soberanía alimentaria debe incluir la justicia social (restitución y distribución de tierras y apoyo a las economías campesinas y de pueblos indígenas y afrodescendientes, incluyendo políticas del conocimiento para este sector ); la justicia ecológica (reducción de la dependencia agrícola de los hidrocarburos y agrotóxicos; adopción de la agroecología; articulación con la transición energética y otras medidas contra el cambio climático; y renegociación de los tratados de libre comercio); y la paz (justicias restaurativas y condiciones de vida digna en los territorios para el buen vivir y la pervivencia y florecimiento de los mundos campesinos; implementación integral del Acuerdo de Paz; y transformación sustancial de las políticas contra las drogas).
En Colombia, el contexto para lograr estas metas no es fácil. Colombia tiene la distribución más desigual de la tierra del mundo (1 % de los propietarios controlan el 81 % de la tierra con vocación agrícola); desde la década de los 80, ocho millones de hectáreas han sido acaparadas, muchas de ellas despojando violentamente a más de ocho millones de campesinos. Buena parte de estas tierras, incluyendo en el Amazonas, están dedicadas a la ganadería extensiva, haciendo de la ganaderización una estrategia de ocupación de los territorios, hasta el punto que en Colombia un millón de familias campesinas tienen menos tierra que una vaca. Muchos de los grandes terratenientes tienen un inmenso poder político y están incrustados en el aparato del Estado, el cual usan para perpetuar este estado de cosas mediante el conflicto, el narcotráfico y la guerra.
Como bien lo resume Darío Fajardo, uno de los mayores expertos sobre la cuestión agraria en Colombia, el país tiene una gran deuda histórica con el campesinado, que a pesar de todo continúa produciendo casi la mitad de los alimentos de consumo directo en el país. Si hasta 1989 Colombia se autoabastecía de alimentos, hoy se importan el 40 % de estos, en buena parte gracias a los tratados de libre comercio (“Sin los campesinos no somos Colombia”, diciembre 17 del 2021).
Queda a las y los lectores que encuentran sentido en la propuesta de la soberanía alimentaria pensar hasta qué punto el gobierno del Pacto Histórico se está acercando a este ideal, dentro de las difíciles condiciones existentes. Recordemos que en última instancia toda la vida –aguas, suelos, alimentos, paisajes- depende de lo que pasa en el complejo entramado ecosocial y cultural que llamamos “el campo”.
