“Vivir no significa nada para mí. Todo lo considero desde la perspectiva de mi muerte. No sé vivir, no sé”. Así, en dos frases rotundas, Angélica Liddell comprimió el estado interior actual de muchos desilusionados en el planeta. No es ninguna fracasada, al contrario, es la dramaturga española más premiada y de mayor proyección internacional.
El 13 de este mes respondió preguntas del diario El País, de Madrid. A sus 55 años así ve la sociedad contemporánea: “Esta bulimia de egocentrismo, todo este fango socialtotalitario de los instagrammers en busca de protagonismo y halagos, esta ansia de éxito a cualquier precio y a cambio de cualquier cosa, carne de Netflix, una sociedad antagónica a la humildad y al servicio, prepotente”.
Liddell habla desde su posición de creadora teatral cuyo éxito no oculta una expulsión personal de los usos corrientes. El mundo la aplasta, a ella que es una sensibilidad exquisita. Vuela entonces su mirada hacia donde están los excluidos de la fiesta.
“Solo me identifico con los tarados —añade—, con los inadaptados, con los enfermos, con los rechazados, con los retrasados. Soy demasiado frágil para desenvolverme en un mundo de fieras, de adultos, de traiciones, de engaños, de fiesta, alcohol y diversión. Mi alma es de niña. Así que me aíslo”.
Esta coronada niña que tiembla habla hoy como emisaria escénica de multitudes. Se defiende con su rabia, escupe sobre las fieras prepotentes los títulos de sus obras: Trilogía del luto, Terebrante. Trabaja, porque “trabajar es hacer del suicidio una fiesta”.
¿Cómo consiguió la lucidez con que interpreta a quienes no se adaptan al fango extendido? A fuerza de experimentar la rudeza. Es difícil expresar aquello que no se ha probado en los puros huesos. “Querer y no ser querida —explica—. Me aterroriza y me incapacita. Todos mis temores con respecto al amor se han cumplido con creces, me han roto el corazón, soy muy ingenua, una cría, mi necesidad de cariño ha sido siempre brutal, de huérfana”.
Vacío de amor y cariño: aquí está el diagnóstico afilado del mundo presente. Es difícil hallar una situación semejante en la historia. Los antepasados trizaron sus carnes a espada, machete, hambre y bala. Los asesinos de ahora atentan además contra el espíritu… “esta bulimia de egocentrismo”. Por eso se extinguen las ganas de vivir… “no sé vivir. No sé”.
El ostracismo con que el coronavirus maldijo el 2020 y nubló el 2021 lleva a crecientes muchedumbres hacia un todavía mayor embotamiento de vitalidad. “Reunimos a los espectadores para que aplaudan nuestro deceso. No queremos morir solos”, repite Angélica Liddell, a manera de coro teatral que tararea el cantar de los desheredados.
Al final esboza su remedio: “Solo encuentro alivio en la escritura, es una bendición para mí… Mediante la escritura intento transformar los miedos en algo bello, los arranco de mis entrañas y así puedo sobrevivir a ellos”.