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Sobre todos los meses del año se impone sin esfuerzo diciembre. Poco importa que los mercaderes estiren el cuello, para vender desde septiembre, la ficción de que ya llegó diciembre. No consiguen ni que les compren esta trampa ni que la gente salga a los almacenes a masacrar sus salarios.
Esto sucede porque diciembre no son los regalos ni los verdes árboles plásticos y demasiado cónicos ni los cantos desgastados desde hace siglos. Diciembre es uno y mantiene siempre su calendario inexpugnable. Esta fortaleza no la comparten los otros once meses rutinarios. Por más que se esfuercen, rey no hay sino uno.
El último tramo del año goza de semejante salud porque se beneficia del sino de la muerte. Es difícil de aceptar, pero la muerte confiere a todo ser vivo un hálito singular. Es lo oscuro, lo único inevitable, lo temido. Nadie logra atisbar hacia ese lugar o tiempo absolutamente otro.
Como pasa con todo lo misterioso, el más allá del mes final es intocable. Sus treintaiún días equivalen a campanadas que proclaman la eternidad. De allí deriva diciembre su máscara, su manto negro que le oculta parcialmente la cara. Algunos pensarán que la semana santa comparte este destino.
Pero no, primero porque sus ocho días penitentes no caen siempre en la misma fecha del mismo mes. Cada año hay que mirar el almanaque para asegurarse de cuándo cae el viernes santo. Esta duda le imprime desconfianza a la contabilidad de la llamada semana mayor. El treintaiuno de diciembre, en cambio, se instala con firmeza en todas las mentes desde comienzo del mes.
Diciembre no requiere de propaganda ni de villancicos entonados hasta el cansancio por todas las emisoras de radio. Es cierto que su iconografía se sigue repitiendo año a año en las ventanas de las casas y, por supuesto, en las vitrinas del comercio. Pero ni los arbolitos recién desempacados de los años anteriores ni las ovejas gastadas ni el pesebre con el niño dios excesivamente crecido explican por sí solos la magia de diciembre.
Se dice que este mes es el de los niños. Y en este caso decir niños equivale a pensar en los regalos. “¿Qué te trajo el niño dios?" es el saludo de los pequeños cuando se encuentran en los eneros estrenando carritos, muñecas o triciclos. Y claro que estos juguetes son una ilusión pasajera para los locos chiquitos.
Solo que los regalos son un aditivo comercial que no conforman la esencia mágica de diciembre. Regalos hay todo el año, y el día de cumpleaños de cada pequeño es la efigie individual de cada uno, el sello personal e intransferible de su estadía en el mundo. Diciembre no cuenta con esta prerrogativa, sin embargo cobija por igual a todos los integrantes de la familia y de la calle.
El rey de los meses es un fenómeno visceral. Sentirse en diciembre es respirar el descanso que ya llega y la loca alegría que cada año se anuncia desde su víspera. En este mes final termina la rutina y se avizora el riesgo, la posibilidad, el desafío de lo arcano. Diciembre logra lo que los once meses restantes anhelarían.
