Ahora, cuando el mundo entero estalla en las calles, sin distingos de color político, es hora de preguntarse por el poder. Parece que el poder pudiera más que la tranquilidad, más que la felicidad, más que la sana conciencia. Los buenos motivos le hacen venias de sumisión al tsunami del poder.
Los poderosos son seres que nunca descansan porque no están contentos con nada. Acumulan para acumular más. Más tierras, más influencias, más plata, más súbditos, la inmortalidad de los dioses. ¿Qué buscan los que tanto buscan? Acaban de matar al presidente de Haití y los dos primeros ministros más el presidente del Senado se disputan el trono y el lecho húmedo del asesinado.
José María de Pereda, novelista costumbrista español de la segunda mitad del XIX, adornado de bigote y barba quijotescos, lanzó una afirmación orientadora: “quien aspira a adquirir riqueza u honores no sabe amar”.
La contraposición es elocuente. Por un lado iría el amor, por otro el dinero y la pleitesía, es decir las golosinas que cautivan a los poderosos. En verdad, amar, saber amar y saberse amado sería la satisfacción incomparable. Llenan más las caricias y calores familiares que los bombones y cachivaches regalados para librarse del niño.
Así pues, quienes de recién nacidos y en sus primeros años carecieron de los cariños maternos y paternos, se ven empujados desde el inconsciente a llenar el vacío con reemplazos lastimeros. Detrás de cada ávido de poder suele agazaparse un ser arrojado al mundo sin la coraza del amor.
Hace tres años un tuitero identificado como @diostuitero, sorprendió con esta sucinta pieza de antiteología elemental: “Dios es el ser con la autoestima más baja de la historia. Solo así se explica que necesite que le adoren constantemente”.
Este dios tuitero es el dios ávido. Si exige adoración perpetua de parte de sus criaturas, es precisamente porque las creó para autosatisfacerse. Los templos suelen ser el edificio cimero de los mil y pico de pueblos en Colombia. Sus torres son visibles desde las primeras curvas cuando se abre el panorama de casitas y calles desdentadas.
Adentro de las inmensas puertas el alma se sobrecoge. Desde el altar fulminan símbolos llameantes del omnipotente, del que todo lo puede. ¿Habrá algún modelo del poder más incisivo, de entre los muchos que moldean las mentes nacionales?
Los diversos auges han sembrado sus símbolos desde hace siglos: las corazas de los conquistadores, los caballos de los libertadores, las pirámides de huesos de las guerras civiles, el corte de franela de la Violencia, el fusil de las guerrillas, la motosierra de los paras, las cadenas de oro de los narcos, la combinación de todos los anteriores en la actualidad.
Estos poderes cíclicos y encadenados se han incrustado en las ambiciones generales. Por eso hay hoy más candidatos a la presidencia que votantes, más jerarcas aspirantes a títulos y puestos que fieles creyentes en las instituciones. Entre tanto los ciudadanos chapalean en un medio hostil que en vez de saber amar exige adoraciones inmarcesibles.