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Las ventas callejeras hablan mucho del país donde vivimos. Bogotá, por ejemplo, está invadida de personas que ofrecen bolsas para basura. Son muchachos y mujeres que suben a Transmilenio o caminan por las calles, con un paquetico plástico de color gris y simplemente explican la utilidad de su mercancía.
Valen casi nada, pero para estos cuasi mendigos pueden significar un almuerzo corriente, un corrientazo, o la posibilidad de llevar a sus viviendas un poco de leche, unos panes, la sal. Por supuesto que la mayoría de paisanos pasa de largo sin fijarse casi en la figura de quien mercadea el más simple artículo del comercio errabundo.
Quienes fabrican estas talegas insignificantes seguramente consiguen bien barato este mercadeo público. Y, a juzgar por la persistencia de los vendedores, algunas monedas circulan gracias a la oferta del pequeño ejército de pobres y a la inspiración de tal cual transeúnte que recuerda de repente que en su casa se acabaron esos talegos plásticos desechables.
Solo así se explica que la proposición de esta mercancía se mantenga día tras día desde hace un tiempo que nadie puede calcular. Claro, no pesa, se deja doblar, cabe en un bolsillo, es fácil de transportar, tanto para el vendedor como para el comprador. Es un desvare para ambos. Ahí radica la sencillez de este modo de paliar los apuros de la penuria.
Pero esta simpleza habla igualmente de la gran dificultad que tienen los pobres para salir de pobres. Vender bolsas de basura no es ningún negocio, es más bien la última tabla de salvación para gentes que se han cansado de buscar un trabajo o de montar cualquier emprendimiento. En vez de mendigar monedas, las cambian por su tiempo.
En efecto, los vendedores de estuches para desechos han sido desahuciados por los engranajes impíos de la productividad. Se dedican a este último escalón del comercio, no por una vocación ni por un desafío hacia el futuro sino por inquietud de no perecer.
Pedir limosna no figura entre los peldaños del mercado. Es más una súplica desesperada. Por eso los mendigos suben a los buses con sus bebés dormidos en el pecho. Su intención no es ofrecer ni siquiera el más simple servicio, es despertar la compasión pública. En cambio, los vendedores de bolsas de basura son comerciantes, así sus ganancias sean piltrafas.
No se sabe qué lamentar más, si una sociedad que convive con limosneros o un país que lleva a jóvenes y mujeres con capacidad laboral a emplear sus fuerzas en la oferta más parecida a la basura. Porque vender en la vía pública bolsas para desperdicios ha de recordarles todo el día que sus alientos son desechos.
Su mercancía no exigió de ellos ninguna habilidad fabril. La exhibición de la misma es una actividad gris como aquella. Su pregón es vacío, no da campo a la imaginación de un vendedor. Basta con levantar suavemente el brazo de donde cuelga la última morada del próximo desperdicio.
Qué difícil ha de ser para estos vendedores desprenderse de la baja categoría del objeto de su comercio callejero.
