En este país de rencorosos, nadie ha hablado mal de Antonio Caballero. El se pasó la vida despotricando contra los poderes que nos hacen chapalear en la inmundicia. Ahora, cuando está muerto, la mismísima muerte lo respeta. Las redes sociales se han privado de derramar su escrupulosa cuota de blasfemia sobre esta estatua.
En vida no movió un dedo para quedar bien con nadie. No obtuvo ningún sueldo del Estado, a pesar de su procedencia de varios heliotropos de la política. Se ganó el sustento y el whisky con el tecleo y trazo de sus dedos. Habría podido apoltronarse en sucesivas embajadas, sin embargo, escogió un arrugado sofá de cuero para darle vueltas en su frente rasa a la afligida historia de los tres cuartos de siglo que le correspondieron.
Cada día se despierta más crecido y célebre que cuando todavía respiraba. Se ha alzado en torno suyo un plebiscito de respeto estupefacto. Siempre fue trabajador sin horario, contrato, jefes, horas extras, período de prueba. Se hizo un régimen acomodado a su libertad y a su genio.
No se sabe qué admira más la gente. Si su independencia, su acidez, su ironía, su reticencia a comprometer pensamiento, gusto y emoción con ninguna encarnación de jerarquía. Caballero, desde su triste figura, contempla ahora a su Colombia con la complacencia de no haber contribuido al bochorno de vida en que pedalean sus sobrevivientes.
Las bodegas de la maledicencia, las falsas noticias de la mala leche, los memes de la intolerancia están mudos, perplejos. A la vida y obra de este artista no hay modo de morderles ni un gramo de prestigio. No se trata del sigilo que inspiran los recién muertos. Sucede que su estampa se agigantó, de modo que nadie encuentra cómo fastidiar su memoria.
Sorprende que aquellos personajillos, desde siglos apoderados de las tierras, los dineros, el trozo de planeta de los colombianos, hayan carecido de argumentos para denigrar la trayectoria de su crítico más inteligente y certero. Estarán sorprendidos al percibir el halo de respeto y fervor alzado en torno de su figura.
Un país que no cree en nada ha despedido a un símbolo de que los valores existen. Caballero se marchó en el momento de mayor descrédito de las instituciones, cuando ni partidos políticos ni congresistas ni jueces ni mandatarios ni policías ni ministros ni altos funcionarios ni banqueros ni predicadores valen un peso. Él sigilosamente representa el anticuerpo contra esta pústula.
Lo más increíble de su andanza es que, sin proponérselo, conquistó la inmortalidad que tanto añoran los ávidos. Fue hombre retraído, de esos que ni saludan, nunca persiguió celebridad, guardaba la felicidad adentro de su pequeño gran mundo. Vio desaparecer o fenecer por indignidad muchos periódicos, revistas, medios, donde se ganó la subsistencia y la consideración silenciosa de varias generaciones.
Es de esos contadísimos muertos que se hacen más vivos después de muertos. Se forjó su eternidad a fuerza de integridad.