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¿Qué será lo que tiene esta época, que preocupa a tantos pensadores y a muchas personas del común? Hay una acumulación de alertas y de comportamientos que mantienen a los contemporáneos en la orilla del colapso. Esta conjunción de factores no se había dado antes, si se exceptúan las vísperas de las dos guerras mundiales.
Lo cierto es que corre por el planeta y la patria una carga de pesimismo que oprime la vida cotidiana. Las amenazas del calentamiento global, el derretimiento de los polos, el aumento de suicidios juveniles, la casi desaparición del número de partos por mujer, el descreimiento generalizado sobre las instituciones que hasta hace muy poco funcionaban, son síntomas que atacan desde diversos flancos la tranquilidad de la vida.
Como si fuera poco, hay dos realidades que se encargan de mantener siempre frescas las alarmas. Una es la omnipresencia callejera de los atracos y robos que antes estaban concentrados en las zonas rojas. Otra son los llamados constantes de infinitos medios de multiplicación de noticias y rumores, a no olvidar lo terribles que son todas y cada una de las anteriores amenazas.
Así las cosas, los ciudadanos elevan su actitud defensiva personal y familiar, y perturban su sueño nocturno asaltado por aves de pésimo agüero. Cuando las ciudades clausuran las fatigas del trabajo, una oscuridad impía se apodera de las vías en los barrios. Los parques abren sus bancas a innumerables seres de la calle que carecen de la acogida de una puerta cerrada.
De día y de noche, las gentes comprueban que el remanso de una ciudad que antes era escenario de tertulias en asientos sacados al aire libre es asunto tal vez de novelas o cuentos costumbristas. El sobresalto y la impiedad se enseñorean sobre el escenario que antiguamente servía de aglutinante comunitario.
Adentro de cada vivienda titila un aparato que concierta la atención de las familias y de los solitarios que cada vez abundan más. El televisor unifica las miradas, acaba con la conversación, sirve de acompañante bobo de las comidas y se encarga de mantener siempre vivo el temor colectivo.
En vez de organismos enriquecidos, las casas y apartamentos congregan átomos, partículas humanas pulverizadas y sin conexiones entre sí. El antiguo apoyo sicológico que brindaban charlas y corrillos se ha convertido en una lucha sin tregua de las interioridades personales consigo mismas.
El abatimiento y la desilusión imperantes en la actualidad son una enfermedad que va más allá de la sicosis individual atendida precariamente por los especialistas. Son epidemia que golpea a buena parte de la sociedad. La otra parte se distrae consiguiendo dinero, cada vez más dinero.
Entre los televisores y los emprendimientos económicos se debaten las mayorías. Es como si este par de distractores consiguiera anular la amenaza del actual mundo que se dirige con velocidad hacia una vida sin sentido y sin remedio. Y claro, los jóvenes son la porción del futuro más afectada por este presente sin sentido.
