Entre la paz y la guerra solo hay una chispa. Por eso las guerras no se declaran, las guerras estallan. Igual que el submarino de los millonarios tras el Titanic. Por explosión o por implosión, sin importar el orden de los factores. E invariablemente hay que estar bien loco para bajar cuatro mil metros en el océano o para comenzar una guerra que se llevará al sepulcro a cuatro mil por día.
Hay algo de paranoia en pensar que la pandemia, ya superada, sembró en el mundo los huevos podridos de la guerra. Pero oler, sí huelen. Los antivacunas conjeturaban que un germen maluco se inoculaba con cada dosis. ¿Quién quita que tuvieran razón y que esa ponzoña sea el desquiciamiento cerebral que hoy agobia a tantos?
Es factible que quien primero oteó la madurez de la guerra fue Putin, ese presidente de cemento armado y corbata que se forjó en las estancias de tortura de la KGB soviética donde le coagularon la sonrisa. Echó a andar sus orugas por las carreteras de Ucrania, pues no le bastaban los 17 millones de kilómetros cuadrados de Rusia. Manda en un país más grande que el planeta Plutón, y no se sacia.
Lleva año y medio abochornando las pantallas de la Tierra con drones artillados y tanques como rinocerontes de dos mil kilos. Sus fogonazos aturden al pequeño soldado oculto entre las sienes de los terrícolas así cañoneados. Argumenta que, desde la caída del Muro de Berlín, la OTAN prometió en falso no pisarle los callos a su territorio. Y por si las moscas, resolvió anexar esos callos.
El domingo pasado, día histérico de fútbol en Bogotá, tronó al comienzo de la noche un estrépito inusual sobre la carrera séptima, en alrededores de un club social semi campestre de Chapinero. Eran como cien ametralladoras rugiendo al tiempo. Los vecinos alterados se fueron con sigilo a las ventanas.
“¿Es la guerra?”, clamaban, “¿pasamos del golpe blando al golpe duro, a la insurrección militar? Los hilos se superponían: “suenan como los paramilitares de la compañía privada Wagner, asediando a Moscú”. El momento parecía una chispa, de las que encienden guerras. En minutos el barullo cesó. Tal vez el club había modernizado su pirotecnia de costumbre y exhibía un nuevo poderío sonoro.
Las gentes percibieron el evento desde inusitadas coordenadas mentales. Lo cierto es que existe una maduración general de la población, ahora proclive a los agobios de la guerra. Se han dado varios pasos adelante en la escalada hacia la conflagración. El diálogo público en los canales de internet ha pasado del humor y los memes al franco insulto y descalificación instantánea.
La polarización, que comenzó como división política, pasó a copar los ámbitos de la vida corriente. Los bandos, que eran identificaciones ideológicas, se convirtieron en pugnas viscerales. Cada grupo dibujó con esmero sus simpatías y antipatías. Un individuo que ose distanciarse un milímetro de la doctrina consagrada deriva expulsado a las tinieblas exteriores. O se es o no se es. La chispa amenaza estallido.