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A comienzos de los años 90 del siglo pasado el director ejecutivo de una compañía de Ohio declaró que esperaba que una guerra en “cualquier lugar” de América Latina o del Medio Oriente salvara su empresa de los daños que le estaba causando la distensión Este-Oeste. Eran los tiempos de la caída del Muro de Berlín y del inminente fin de la Unión Soviética.
El industrial no tuvo que aguardar mucho para forrar sus bolsillos en dólares. Hoy sus sucesores andarán rezando el mismo catecismo y contando los días en que la conflagración anhelada ponga en acción el armamento almacenado en Rusia, Ucrania, Israel e Irán.
Las guerras en “cualquier lugar” han enriquecido a los fabricantes de armas. El cálculo de estos tendrá que incluir hoy los destrozos de vidas y de naturaleza que causarán las armas atómicas. ¿Qué dirán entonces los propietarios del enorme arsenal bélico sobre el que construyeron su prosperidad?
Hiroshima y Nagasaki, en el suroeste de Japón, quedaron coaguladas en las retinas de la humanidad como el primer holocausto harapiento provocado por bombas nucleares. El año entrante se conmemoran los ochenta años de semejante inmolación. Y las arcas de quienes producen las máquinas de destrucción seguramente estarán dándole razón a la declaración del ejecutivo de Ohio.
Solo que la ubicación geográfica de las guerras deseadas por este -nuestra América y los países árabes- no podrá ser determinada tan taxativa y moderadamente. No importa dónde se escondan él y su familia, la destrucción engullirá al planeta de los habitantes inteligentes.
La inmolación universal no distinguirá ganadores y perdedores. El globo terráqueo devorará por parejo a los del sur y a los del norte, a los potentados y a los menesterosos. De esta historia de progresos y descubrimientos no quedará ni el recuerdo ni quién asuma ese recuerdo.
Este es el tamaño de la iniquidad en que navega hoy la humanidad. Más que la crisis climática, más que la destrucción de altísimo porcentaje de especies vivas, la locura de más guerras es una espada de Damocles pendiente sobre la nuca de cada hombre y mujer. El vidente Damocles se sabía amenazado por la inestabilidad de la fortuna. Eso fue hace dos mil quinientos años, hoy lloraría por la fugacidad de la vida misma.
La conflagración nuclear parece no preocupar a las sociedades actuales. La ven como una ficción de pantalla grande. Los grandes foros y congresos miran hacia el calentamiento global y desdeñan el peor de los calentamientos: el estallido atómico. Sucede que mientras los ojos del mundo escudriñan cada escalafón centígrado, la bomba puede reventar cualquier día, cualquier noche.
Un insignificante botón rojo, a merced del pulso del autócrata de turno, es capaz de dar al traste con íntegra la inteligencia de la única especie supuestamente inteligente en las circunvoluciones de la Vía Láctea. Y el “cualquier lugar” del empresario de Ohio se puede convertir en la tumba general de las generaciones vivientes.
