Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
No es asunto fácil dar el nombre adecuado a las cosas. Quien nombra se echa encima una gran responsabilidad. En efecto, dar un nombre es apuntar a una esencia. Por eso quien primero señala un objeto, una idea, una hazaña, se compromete con la realidad que acaba de bautizar. De él depende la duración y fuerza de su criatura.
Dando una vuelta de tuerca a este postulado, el poeta y aforista polaco Stanislaw Jerzy Lec (1909-1966) señaló en su libro Pensamientos despeinados: “Muchas cosas no fueron creadas por la imposibilidad de darles nombres”. Esto significa que el nombre de algo es tan importante como la entraña o materialidad de ese algo.
De acuerdo con esta visión, los individuos y los pueblos arrastran una mala suerte perpetua a causa de su ceguera sobre aquellas creaciones que los sacarían de la desgracia. Siendo incapaces de precisar en un nombre único y sencillo sus utopías, fracasan en la concreción de algún sistema salvador.
Concebir un nombre es crear un universo. Y para crear un universo es preciso ser un pequeño dios. Claro está que no es simple dar con la nominación exacta de una criatura. Encerrar en ocho o diez letras la potencia de una intuición supone a la vez ver la sustancia de la misma e inyectarle la energía de una voluntad que no dude de su eficacia.
“Podrá no haber poetas, pero habrá poesía”, sentenció Gustavo Adolfo Bécquer. Así subrayó la importancia capital del fundamento, la poesía, por encima de la contingencia del agente, los poetas. Utopías, universos, iluminaciones flotan en el mundo de las posibilidades. Lo que escasea a lo largo de la historia son los individuos o grupos capaces de concebirlas y de nombrarlas en palabras exactas y movilizadoras.
Para que las grandes iniciativas sean creadas, es preciso darles nombres. No hay ejércitos capaces de aplastar estos nombres cuando son exactos, oportunos, refulgentes, acordes con el genio del pueblo donde fueron engendrados. La tragedia sobreviene cuando no hay poetas que sepan encontrar la poesía ni alucinados capaces de convertirla en necesidad imperativa.
Así pues, el asunto es encontrar los nombres. No se trata únicamente de un asunto intelectual ni propio de lingüistas o académicos de la lengua. Es más bien una sabiduría sobre la historia de los padecimientos colectivos y sobre la solución capaz de inyectar ardor en los ciudadanos.
Tal vez quien más alta visión tuvo sobre esta sabiduría fue el filósofo alemán Ludwig Feuerbach (1804-1872) cuando afirmó que “el hombre dice de Dios aquello que cree de sí mismo”. En efecto, las distintas religiones de la antigüedad fueron prolijas en darles nombres excelsos a los dioses. Concordaron en identificar al tal vez más formidable aglutinador colectivo de la historia.
Feuerbach intenta cambiar de foco y arrojar sobre el hombre el nombre de las excelsitudes de la divinidad. El siglo actual no está para regresar a las disquisiciones religiosas. Le hace falta más bien darles nombre a las muchas cosas que no fueron creadas por la imposibilidad de darles nombre.
