Dice el diccionario de Corominas que la palabra esquizofrenia viene del adjetivo verbal griego skhistós -rajado, partido- y el sustantivo phren -inteligencia-. De ahí que cuando el médico austriaco Sigmund Freud (1856-1939) pronunció el lamento que da título a esta columna, sabía perfectamente de qué hablaba.
Lo que ignoraba es que más de un siglo después de sus investigaciones con la aspiración de cocaína por nariz propia, un muñeco sangrante iría a mover a risa a un público adulto en una sala de títeres de Chapinero, en Bogotá. ¿Sangrante? Y mutilado, además.
Mutilado de esa nariz, que se agiganta en otro títere con alas, adicta al polvo blanco y atraída por la enamorada del hacedor del sicoanálisis. Más preciso: el Dr. Freud es traicionado sexualmente por su apéndice, que también conquista las manos con que palpa a la novia, el cuerpo con que la abarca, en fin, el órgano con que… ¿Para qué seguir con detalles demoledores?
Confiesa Iván Darío Álvarez, dramaturgo de La Libélula Dorada, que cuando ideó “La increíble historia de la nariz del Dr. Freud”, “empecé a sentir que las escaletas restringían y amordazaban la imaginación”. Así que, prescindiendo de estos andamios previos, se lanzó a escribir con frenesí.
Llevó a extremas consecuencias, junto a su hermano César, la consigna del grupo que este año cumple 45 años titiriteando: “hemos sido insumisos a las estéticas normativas, a preceptos dogmáticos”. De modo que el laboratorio donde se fabrican los monigotes de trapo, debió esmerarse armando un muñeco grande y otro pequeño para cada personaje y para los diversos órganos corporales despojados al protagonista.
Ya en la función, los títeres vuelan de la casa del sicoanalista a la de su querida Marta. Entre las dos permanece como testigo un diván enano donde al sabio intenta curar la rajadura de su psiquis y la partición de su amada. Una pantalla de video exhibe al fondo escenas de la vida vienesa en el XIX, cruzadas con adaptaciones modernas.
A lo largo de la increíble historia, el riguroso investigador científico es una aflicción irreparable. Marta, en cambio, es toda frivolidad y gozo. La risa cumple con su función ridiculizante. Freud se revela como una gran cabeza obsesionada con controlar al cuerpo y sus apetitos. En contraste, este cuerpo resulta victorioso y rompe en pedazos la inteligencia del médico. “¡Me siento esquizo!”, es un parte de derrota.
Los espectadores se conectan con la obra porque pertenecen al país primer productor de cocaína del mundo. Y porque sienten un fresco con la burla de los anarquistas libélulos frente a los preceptos dogmáticos de una ciencia que ha pretendido descifrar y controlar el mayor misterio humano.
El misterio del inconsciente, verdadero guardián de la conducta individual, sale airoso de su rival consciente. Desprovisto de discurso riguroso, el arte se muestra como un olfato con alas que libera, seduce y en últimas explica, sin explicar, lo inexplicable.