
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Además de nuevos miembros de la familia y de mascotas mimadas, los perros son los verdaderos amos de los humanos. No se dice “allá va un hombre o una mujer con su animal de compañía”: ahora se dice “allá pasa ese perrito conduciendo a su dueño”. Han pasado de animales a seres con poder de decisión.
Supuestamente el señor o la señora de la casa, a veces ambos, sacan al perro a las horas en que debe orinar o “hacer del cuerpo”, como se decía en tiempos de vigencia de la urbanidad. En la nueva realidad son estos animales los que regulan los horarios del hogar. Han amaestrado a sus dueños hasta el punto de que controlan el tictac diario de las casas.
No se sabe el proceso que les tomó llegar hasta esta escala de dominio. El hecho es que lo manejan con solvencia y perseverancia puntillista. Basta con observar la conducta habitual de paseantes y paseados en las calles urbanas: en apariencia, la correa o traílla de la que dependen los perros es manejada con temples o con suavidades por los amos; en verdad, son los cuadrúpedos los que dictan la velocidad, las paradas, los caprichos de la caminata. Por supuesto, los postes de la luz y los troncos de los árboles son sus inodoros favoritos. Levantan una pata trasera o doblan las dos, expulsan lo que les sobra y se incorporan tranquilos, sabiendo que alguien se encargará de limpiar y depositar el desecho en la respectiva bolsita de plástico.
Y ahí tenemos al pretendido propietario, inclinado de hinojos y convertido en el sirviente del animal. Es un ritual humillante que ilustra muy bien la jerarquía de los viandantes. Más adelante aparecen uno o varios cuadrúpedos que de inmediato proceden a ceremonias identificatorias. Se huelen, se exploran con descaro, en un protocolo que obliga a los degradados amos a detenerse y esperar.
En ocasiones estos encuentros no son tan idílicos. Desde distancia prudente los canes se ladran, como buscando pelea, y son los pobres dueños quienes tirando de las cuerdas separan a sus animales. Por la fuerza, entonces, los animales entran en razón y se alejan mostrando los dientes, sus armas cortantes.
Los parques, esos antiguos paraísos urbanos donde se sentaban a comer los vecinos o donde trotaban en la mañana los agobiados habitantes urbanos. Ahora son el punto de llegada de las caminatas mañaneras y vespertinas de los canes, que en ellos encuentran multitud de semejantes siempre listos para la fiesta.
Algunos de estos parajes verdes, pulmones de la ciudad, se han visto obligados a prohibir el ingreso de perros, pues las condiciones del césped se han destrozado. Solo falta que una cuadrilla de cachorros arme un batallón para recuperar estos antiguos lugares de su solaz.
Los nuevos perros están hoy bien lejos de aquel antepasado llevado a los versos por Guillermo Valencia en su poema Anarkos. Están distantes del “mísero can, hermano de los parias”. Han dado un salto gigantesco, hasta el punto de que ya las calles y los parques los identifican como los verdaderos amos.
