Como van las cosas, el problema central de las próximas elecciones no será la polarización o extremismo entre derecha e izquierda. Será la compra de votos, la manipulación de los resultados. En una palabra, el fraude. Los que siempre han ganado saben cómo seguir ganando.
Una cosa son los discursos, los finos comunicados con programas de decenas de puntos. Otra cosa, la hermandad de los políticos con las mafias, las alianzas de partidos, listas y promesas. También el chorro de dinero que se vierte para torcer la voluntad popular y comprar a los testigos que vigilan las papeletas.
El actual gobierno ha copado todo lo susceptible de ser copado, no hay resquicio burocrático sin llenar con amigos. Los órganos encargados de la pureza electoral manejan los botones de la maquinaria cibernética. Día tras día el país se alarma y se ríe de la desfachatez con la cuál nombran a sus áulicos en todos los rincones decisorios.
Los ciudadanos ven crecer la impotencia, pues adivinan qué se viene detrás de cada movimiento en el poder. Las encuestas dan cifras mayoritarias a los que todavía no saben por quién votar. Igual sucede con el voto el blanco, refugio sin poder de quienes se saben expulsados para siempre del poder.
Conclusión: el cáncer de las elecciones es el fraude. Es tan gigantesco este mal, que nadie sabe cómo enfrentarlo. Después de colapsadas las instituciones, está a punto de perecer la misma democracia. Cunde la apatía, ningún candidato se levanta como talanquera a semejante entramado corrupto.
El panorama, así, es más de lo mismo por años sin cuenta. La avidez del oro acogotó el pescuezo de la gallina de los huevos de oro. De cierta forma el país se acostumbró a la corrupción, a los asesinatos graneados, al saqueo de lo que es de todos, a la torpeza de las costumbres mandatarias, a la grosería con la que tratan el lenguaje y la cultura.
Pero siempre quedaba la rendija de las siguientes elecciones, cuando una sorpresa de multitudes lograría echar por tierra toda la porquería. Ahora no: hoy se sabe que ellos saben cómo perpetuarse, que desde hace dos siglos les funciona la maquinaria, que aquí nunca pasa nada, que cien años de soledad…
¿Hay alguna luz? ¿Algún resquicio por donde se cuele una solución? Claro que sí, no todo está perdido. La población amedrentada por el látigo es aquella que luchó en vano desde los años sesenta del XX, la que vio caer muros desde los ochenta, la que enterró a los compañeros de idealismo.
Otro cuento son los jóvenes, los millennials y centennials nacidos en el cibermundo y los algoritmos. Estos seres, inmortales todavía, no padecen las cicatrices del desengaño. Tampoco comen de los platos contaminados de la historia política. Empiezan a gritar a los diez años: como gretas thunberg, como franciscos vera, sueltan la lengua y oponen resistencia desde el planeta, desde el cosmos.
No son comprables ni vendibles. Los pillos del fraude no tienen ni idea de qué fuerza recorre estos cerebros puros, estos corazones irrefrenables. Son la sorpresa, se pronunciarán, se pronunciarán.