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El odio, enquistado escalón de la violencia

Arturo Guerrero

18 de octubre de 2024 - 12:05 a. m.

La violencia colombiana ha llegado a un límite poco concebido antes. No tiene como único escenario los campos en donde ha campeado toda la vida, hasta la muerte. Se ha metido a las ciudades, pero no solo como atraco callejero o pequeña masacre de barrios duros.

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Desde hace dos o tres años se ha instalado en las mentes y corazones urbanos. Está en las ciudades, donde ha funcionado la política como modo de elegir quién se sienta en los sillones de preeminencia. Pues bien, aquí la violencia se ha convertido en carroña de inteligencias y fuego artero de sentimientos.

Este proceso se incubó como polarización ideológica, creció como partidismo exacerbado y está concluyendo como odio de entre casa. La polarización, como su nombre geofísico indica, divide a la población en dos bandos. Se alimenta de sendas doctrinas decimonónicas que clasifican la complejidad humana según criterios rígidamente económicos.

Arriba queda el norte de los oligarcas, abajo el sur de los pobres. Los vasos comunicantes entre estos extremos se definen por un sustantivo denigrante: explotación. Los primeros son los dueños de todo, los segundos son quienes trabajan para crear y multiplicar ese “todo”.

Hacia mediados del XX los viejos partidos políticos desde donde se peleaban amablemente los de arriba, sufren una transformación. Se convierten en agrupaciones clasistas, donde se congregan las personas identificadas con uno de los extremos sociales. Así se configura la nueva clasificación: derecha e izquierda, godos y revolucionarios.

En este trascurso, las generaciones enfrentadas consolidaron la certeza de que su situación solo mejoraría si se aniquila la calaña enfilada en el bando contrario. La lucha de clases se soluciona mediante la destrucción del adversario, porque entre esas clases hay una contradicción antagónica y las contradicciones antagónicas solo se resuelven mediante la eliminación del contrario.

Así reza la doctrina que creció como hierba entre las piedras y que fracturó poco a poco la convivencia pública hasta llegar a decantarse en odio. Es una creencia insidiosa e irracional, como lo son las religiones. Toma posesión de lo más profundo del inconsciente grupal y dictamina conductas agresivas y excluyentes.

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Se llega así a la expulsión instantánea de cualquier miembro del cenáculo que parezca apartarse un milímetro de la férrea regla colectiva. ¡Ay de aquel que exponga un disenso por mínimo que sea, pues de inmediato es calificado de traidor y enviado a las filas del enemigo!

Un escritor que en tiempo de elecciones sugiera apoyar al candidato distinto al postulado por su partido o tendencia, es de inmediato lanzado a las tinieblas exteriores. “¡Traidor!”, gritan los militantes, cerrándole las puertas y clausurándole los afectos.

Un novelista muy popular entre los jóvenes, que se aparte de las querencias del gobernante agitador al que inicialmente respaldó, es clasificado como fascista y bajado de los altares revolucionarios. El odio se ha tomado las mentes y corazones urbanos.

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