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No valió que las autoridades suprimieran el uso de tapabocas en calles, parques, lugares abiertos. Luego de varias semanas, estas máscaras siguen aboliendo identidades a pesar de la indulgencia gubernamental. El pedazo de trapo parece adherido a la idiosincrasia nacional.
Sopla el viento, brilla el sol, el aire es transparente. No importa. La gente se acomodó con esta prenda advenediza y la convirtió incluso en atuendo de elegancia. Colores, dibujos, formas, cuerdas de amarre, el conjunto tuvo acogida y de manera inexplicable llenó necesidades estéticas.
Apareció el humor compacto de Actualidad Panamericana para esbozar una explicación. En trino del primero de abril, estos pájaros ocultos conceptuaron: “´Habrá covid hasta que tengamos necesidad de restringir libertades y derechos´, consenso en el establecimiento”.
A primera vista la afirmación sería parte de las teorías de la conspiración. Unos tipos, contratados por los que mandan en el país y el mundo, hacen malabares con las cifras de la pandemia y las aprovechan para difundir otros virus. Para sembrar en los cerebros órdenes subliminales que los vuelven borregos.
El argumento sería semejante al que mueve a una porción importante de los antivacunas. Nos estarían inoculando con jeringas comportamientos que manipulan hacia propósitos perversos: doblegar la voluntad de multitudes, infectar de mansedumbre los espíritus rebeldes.
En realidad, no hace falta llegar a esta suspicacia que atrae taquilla a las películas de terror y de ciencia ficción. Es posible que existan esas bodegas conspiradoras planetarias. La elección de Trump, incitada por hackers rusos, sería un ejemplo. Pero es más probable que no existan: la maquinaria síquica global es tan intrincada que descarta el tecleo de confabuladores a sueldo.
A lo largo de los siglos, en cambio, las religiones han sido multiplicadoras de reacciones reflejas entre sus fieles. No son el único elemento moldeador de mentalidades, sino uno de los más poderosos. En Colombia, sin duda, los púlpitos han forjado la reverencia automática hacia postulados conservadores. Han logrado doblar la “dura cerviz” de las mayorías.
En tiempos más recientes, las muchedumbres juveniles se arremolinaron en las calles, se hicieron rebeldes con tambores, proclamaron la resistencia. Fue evidente el colapso de aquella prédica que moldeó a sus abuelos. La gente se hastió del hambre, de la falta de un qué hacer, del porvenir opaco a la vista. Así que llegó la policía y mandó parar.
Hace dos años cundió el coronavirus y al establecimiento “se le apareció la Virgen”. Fue la ocasión de disciplinar a los ciudadanos, ya no mediante el miedo al infierno sino con el pánico al contagio y la muerte solitaria. Se confinó a la gente, se le prohibió encontrarse con sus amigos a practicar el deporte favorito de la tertulia.
Entre las medidas unificadoras reinó el tapabocas. Esta cincha para la boca se instaló en los cerebros. Lo demás es conocido.
